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22 diciembre 2018

Fundación REDMADRE: Mapa de la maternidad 2017 en España.


FUNDACIÓN REDMADRE comenzó en 2015 a elaborar el Informe ‘Mapa de la Maternidad’. Ahora presentamos su tercera edición: ‘Mapa de la Maternidad 2017’.
El objetivo de estos trabajos es identificar y recopilar las ayudas a la maternidad que ofrecen las Administraciones Públicas (central, autonómica y local) a las mujeres embarazadas por el hecho de maternidad, con independencia de si son o no trabajadoras.
Se ha diferenciado entre ayudas a la embarazada (objeto principal del estudio) y ayudas por nacimiento.
El estudio tiene un doble objetivo: conocer el gasto público en apoyo a la maternidad y la guía de Mapa de la Maternidad 2017 Introducción tallada de las ayudas existentes, por un lado, y, por otro, crear la conciencia social de la necesidad de avanzar en estas ayudas.
Pretendemos que sea un ‘test’ anual que se hace a las Administraciones (especialmente autonómica y local) con el objetivo de incentivar la inversión en apoyo a la maternidad.



Enlace al informe: Aquí

Acceso web: https://bit.ly/2T634KL

24 noviembre 2018

Charla sobre San Vicente Ferrer a cargo del dominico D. Alfonso Esponera Cerdán











Cantos de Adviento 2018. Arzobispado de Valencia.

A punto de comenzar el tiempo de Adviento, el Secretariado de Música Litúrgica de la Delegación diocesana de Liturgia ha preparado unos materiales que nos gustaría compartir con vosotros:

· Un folleto con cantos para los fieles: Cantos Adviento - Hoja fieles.pdf
· Un dossier con los mismos cantos con la música para los Coros: Cantos Adviento - Cuaderno Coro.pdf

Se os envían para que puedan ser fácilmente impresos y fotocopiados.

Espero que este material os sirva para vuestra parroquia o comunidad cristiana.

Recibid un cordial saludo.

Edgar Esteve, Delegado diocesano de Liturgia
Aquilino Martínez, Director del secretariado de Música

Cantos de Adviento - Cuaderno Coro

Cantos de Adviento - Hoja fieles.

2ª jornada mundial de los pobres. 18 de noviembre de 2018.

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
II JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
18 de noviembre de 2018

Este pobre gritó y el Señor lo escuchó

1. «Este pobre gritó y el Señor lo escuchó» (Sal 34,7). Las palabras del salmista las hacemos nuestras desde el momento en el que también nosotros estamos llamados a ir al encuentro de las diversas situaciones de sufrimiento y marginación en la que viven tantos hermanos y hermanas, que habitualmente designamos con el término general de “pobres”. Quien ha escrito esas palabras no es ajeno a esta condición, sino más bien al contrario. Él ha experimentado directamente la pobreza y, sin embargo, la transforma en un canto de alabanza y de acción de gracias al Señor. Este salmo nos permite también hoy a nosotros, rodeados de tantas formas de pobreza, comprender quiénes son los verdaderos pobres, a los que estamos llamados a dirigir nuestra mirada para escuchar su grito y reconocer sus necesidades.
Se nos dice, ante todo, que el Señor escucha a los pobres que claman a él y que es bueno con aquellos que buscan refugio en él con el corazón destrozado por la tristeza, la soledad y la exclusión. Escucha a todos los que son atropellados en su dignidad y, a pesar de ello, tienen la fuerza de alzar su mirada al cielo para recibir luz y consuelo. Escucha a aquellos que son perseguidos en nombre de una falsa justicia, oprimidos por políticas indignas de este nombre y atemorizados por la violencia; y aun así saben que Dios es su Salvador. Lo que surge de esta oración es ante todo el sentimiento de abandono y confianza en un Padre que escucha y acoge. A la luz de estas palabras podemos comprender más plenamente lo que Jesús proclamó en las bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).
En virtud de esta experiencia única y, en muchos sentidos, inmerecida e imposible de describir por completo, nace el deseo de contarla a otros, en primer lugar a los que, como el salmista, son pobres, rechazados y marginados. Nadie puede sentirse excluido del amor del Padre, especialmente en un mundo que con frecuencia pone la riqueza como primer objetivo y hace que las personas se encierren en sí mismas.
2. El salmo describe con tres verbos la actitud del pobre y su relación con Dios. Ante todo, “gritar”. La condición de pobreza no se agota en una palabra, sino que se transforma en un grito que atraviesa los cielos y llega hasta Dios. ¿Qué expresa el grito del pobre si no es su sufrimiento y soledad, su desilusión y esperanza? Podemos preguntarnos: ¿Cómo es que este grito, que sube hasta la presencia de Dios, no consigue llegar a nuestros oídos, dejándonos indiferentes e impasibles? En una Jornada como esta, estamos llamados a hacer un serio examen de conciencia para darnos cuenta de si realmente hemos sido capaces de escuchar a los pobres.
Lo que necesitamos es el silencio de la escucha para poder reconocer su voz. Si somos nosotros los que hablamos mucho, no lograremos escucharlos. A menudo me temo que tantas iniciativas, aun siendo meritorias y necesarias, están dirigidas más a complacernos a nosotros mismos que a acoger el clamor del pobre. En tal caso, cuando los pobres hacen sentir su voz, la reacción no es coherente, no es capaz de sintonizar con su condición. Estamos tan atrapados por una cultura que obliga a mirarse al espejo y a preocuparse excesivamente de sí mismo, que pensamos que basta con un gesto de altruismo para quedarnos satisfechos, sin tener que comprometernos directamente.
3. El segundo verbo es “responder”. El salmista dice que el Señor, no solo escucha el grito del pobre, sino que le responde. Su respuesta, como se muestra en toda la historia de la salvación, es una participación llena de amor en la condición del pobre. Así ocurrió cuando Abrahán manifestó a Dios su deseo de tener una descendencia, a pesar de que él y su mujer Sara, ya ancianos, no tenían hijos (cf. Gn 15,1-6). También sucedió cuando Moisés, a través del fuego de una zarza que ardía sin consumirse, recibió la revelación del nombre divino y la misión de hacer salir al pueblo de Egipto (cf. Ex 3,1-15). Y esta respuesta se confirmó a lo largo de todo el camino del pueblo por el desierto, cuando sentía el mordisco del hambre y de la sed (cf. Ex 16,1-16; 17,1-7), y cuando caían en la peor miseria, es decir, la infidelidad a la alianza y la idolatría (cf. Ex 32,1-14).
La respuesta de Dios al pobre es siempre una intervención de salvación para curar las heridas del alma y del cuerpo, para restituir justicia y para ayudar a reemprender la vida con dignidad. La respuesta de Dios es también una invitación a que todo el que cree en él obre de la misma manera, dentro de los límites humanos. La Jornada Mundial de los Pobres pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor. La solicitud de los creyentes no puede limitarse a una forma de asistencia —que es necesaria y providencial en un primer momento—, sino que exige esa «atención amante» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 199), que honra al otro como persona y busca su bien.
4. El tercer verbo es “liberar”. El pobre de la Biblia vive con la certeza de que Dios interviene en su favor para restituirle la dignidad. La pobreza no es algo buscado, sino que es causada por el egoísmo, el orgullo, la avaricia y la injusticia. Males tan antiguos como el hombre, pero que son siempre pecados, que afectan a tantos inocentes, produciendo consecuencias sociales dramáticas. La acción con la que el Señor libera es un acto de salvación para quienes le han manifestado su propia tristeza y angustia. Las cadenas de la pobreza se rompen gracias a la potencia de la intervención de Dios. Tantos salmos narran y celebran esta historia de salvación que se refleja en la vida personal del pobre: «[El Señor] no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado; no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó» (Sal 22,25). Poder contemplar el rostro de Dios es signo de su amistad, de su cercanía, de su salvación. Te has fijado en mi aflicción, velas por mi vida en peligro; […] me pusiste en un lugar espacioso (cf. Sal31,8-9). Ofrecer al pobre un “lugar espacioso” equivale a liberarlo de la “red del cazador” (cf. Sal 91,3), a alejarlo de la trampa tendida en su camino, para que pueda caminar libremente y mirar la vida con ojos serenos. La salvación de Dios adopta la forma de una mano tendida hacia el pobre, que acoge, protege y hace posible experimentar la amistad que tanto necesita. A partir de esta cercanía, concreta y tangible, comienza un genuino itinerario de liberación: «Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad; esto supone que seamos dóciles y atentos para escuchar el clamor del pobre y socorrerlo» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 187).
5. Me conmueve saber que muchos pobres se han identificado con Bartimeo, del que habla el evangelista Marcos (cf. 10,46-52). El ciego Bartimeo «estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna» (v. 46), y habiendo escuchado que Jesús pasaba «empezó a gritar» y a invocar al «Hijo de David» para que tuviera piedad de él (cf. v. 47). «Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más fuerte» (v. 48). El Hijo de Dios escuchó su grito: «“¿Qué quieres que haga por ti?”. El ciego le contestó: “Rabbunì, que recobre la vista”» (v. 51). Esta página del Evangelio hace visible lo que el salmo anunciaba como promesa. Bartimeo es un pobre que se encuentra privado de capacidades fundamentales, como son la de ver y trabajar. ¡Cuántas sendas conducen también hoy a formas de precariedad! La falta de medios básicos de subsistencia, la marginación cuando ya no se goza de la plena capacidad laboral, las diversas formas de esclavitud social, a pesar de los progresos realizados por la humanidad… Cuántos pobres están también hoy al borde del camino, como Bartimeo, buscando dar un sentido a su condición. Muchos se preguntan cómo han llegado hasta el fondo de este abismo y cómo poder salir de él. Esperan que alguien se les acerque y les diga: «Ánimo. Levántate, que te llama» (v. 49).
Por el contrario, lo que lamentablemente sucede a menudo es que se escuchan las voces del reproche y las que invitan a callar y a sufrir. Son voces destempladas, con frecuencia determinadas por una fobia hacia los pobres, a los que se les considera no solo como personas indigentes, sino también como gente portadora de inseguridad, de inestabilidad, de desorden para las rutinas cotidianas y, por lo tanto, merecedores de rechazo y apartamiento. Se tiende a crear distancia entre los otros y uno mismo, sin darse cuenta de que así nos distanciamos del Señor Jesús, quien no solo no los rechaza sino que los llama a sí y los consuela. En este caso, qué apropiadas se nos muestran las palabras del profeta sobre el estilo de vida del creyente: «Soltar las cadenas injustas, desatar las correas del yugo, liberar a los oprimidos, quebrar todos los yugos, partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo» (Is 58,6-7). Este modo de obrar permite que el pecado sea perdonado (cf. 1P 4,8), que la justicia recorra su camino y que, cuando seamos nosotros los que gritemos al Señor, entonces él nos responderá y dirá: ¡Aquí estoy! (cf. Is 58, 9).
6. Los pobres son los primeros capacitados para reconocer la presencia de Dios y dar testimonio de su proximidad en sus vidas. Dios permanece fiel a su promesa, e incluso en la oscuridad de la noche no deja que falte el calor de su amor y de su consolación. Sin embargo, para superar la opresiva condición de pobreza es necesario que ellos perciban la presencia de los hermanos y hermanas que se preocupan por ellos y que, abriendo la puerta de su corazón y de su vida, los hacen sentir familiares y amigos. Solo de esta manera podremos «reconocer la fuerza salvífica de sus vidas» y «ponerlos en el centro del camino de la Iglesia» (Exhort. apost. Evangelii gaudium, 198).
En esta Jornada Mundial estamos invitados a concretar las palabras del salmo: «Los pobres comerán hasta saciarse» (Sal 22,27). Sabemos que tenía lugar el banquete en el templo de Jerusalén después del rito del sacrificio. Esta ha sido una experiencia que ha enriquecido en muchas Diócesis la celebración de la primera Jornada Mundial de los Pobres del año pasadoMuchos encontraron el calor de una casa, la alegría de una comida festiva y la solidaridad de cuantos quisieron compartir la mesa de manera sencilla y fraterna. Quisiera que también este año, y en el futuro, esta Jornada se celebrara bajo el signo de la alegría de redescubrir el valor de estar juntos. Orar juntos en comunidad y compartir la comida en el domingo. Una experiencia que nos devuelve a la primera comunidad cristiana, que el evangelista Lucas describe en toda su originalidad y sencillez: «Perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. [....] Los creyentes vivían todos unidos y tenían todo en común; vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,42.44-45).
7. Son innumerables las iniciativas que diariamente emprende la comunidad cristiana como signo de cercanía y de alivio a tantas formas de pobreza que están ante nuestros ojos. A menudo, la colaboración con otras iniciativas, que no están motivadas por la fe sino por la solidaridad humana, nos permite brindar una ayuda que solos no podríamos realizar. Reconocer que, en el inmenso mundo de la pobreza, nuestra intervención es también limitada, débil e insuficiente, nos lleva a tender la mano a los demás, de modo que la colaboración mutua pueda lograr su objetivo con más eficacia. Nos mueve la fe y el imperativo de la caridad, aunque sabemos reconocer otras formas de ayuda y de solidaridad que, en parte, se fijan los mismos objetivos; pero no descuidemos lo que nos es propio, a saber, llevar a todos hacia Dios y hacia la santidad. Una respuesta adecuada y plenamente evangélica que podemos dar es el diálogo entre las diversas experiencias y la humildad en el prestar nuestra colaboración sin ningún tipo de protagonismo.
En relación con los pobres, no se trata de jugar a ver quién tiene el primado en el intervenir, sino que con humildad podamos reconocer que el Espíritu suscita gestos que son un signo de la respuesta y de la cercanía de Dios. Cuando encontramos el modo de acercarnos a los pobres, sabemos que el primado le corresponde a él, que ha abierto nuestros ojos y nuestro corazón a la conversión. Lo que necesitan los pobres no es protagonismo, sino ese amor que sabe ocultarse y olvidar el bien realizado. Los verdaderos protagonistas son el Señor y los pobres. Quien se pone al servicio es instrumento en las manos de Dios para que se reconozca su presencia y su salvación. Lo recuerda san Pablo escribiendo a los cristianos de Corinto, que competían ente ellos por los carismas, en busca de los más prestigiosos: «El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”; y la cabeza no puede decir a los pies: “No os necesito”» (1 Co 12,21). El Apóstol hace una consideración importante al observar que los miembros que parecen más débiles son los más necesarios (cf. v. 22); y que «los que nos parecen más despreciables los rodeamos de mayor respeto; y los menos decorosos los tratamos con más decoro; mientras que los más decorosos no lo necesitan» (vv. 23-24). Pablo, al mismo tiempo que ofrece una enseñanza fundamental sobre los carismas, también educa a la comunidad a tener una actitud evangélica con respecto a los miembros más débiles y necesitados. Los discípulos de Cristo, lejos de albergar sentimientos de desprecio o de pietismo hacia ellos, están más bien llamados a honrarlos, a darles precedencia, convencidos de que son una presencia real de Jesús entre nosotros. «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).
8. Aquí se comprende la gran distancia que hay entre nuestro modo de vivir y el del mundo, el cual elogia, sigue e imita a quienes tienen poder y riqueza, mientras margina a los pobres, considerándolos un desecho y una vergüenza. Las palabras del Apóstol son una invitación a darle plenitud evangélica a la solidaridad con los miembros más débiles y menos capaces del cuerpo de Cristo: «Y si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26). Siguiendo esta misma línea, así nos exhorta en la Carta a los Romanos: «Alegraos con los que están alegres; llorad con los que lloran. Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde» (12,15-16). Esta es la vocación del discípulo de Cristo; el ideal al que aspirar con constancia es asimilar cada vez más en nosotros los «sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5).
9. Una palabra de esperanza se convierte en el epílogo natural al que conduce la fe. Con frecuencia, son precisamente los pobres los que ponen en crisis nuestra indiferencia, fruto de una visión de la vida excesivamente inmanente y atada al presente. El grito del pobre es también un grito de esperanza con el que manifiesta la certeza de que será liberado. La esperanza fundada en el amor de Dios, que no abandona a quien confía en él (cf. Rm 8,31-39). Así escribía santa Teresa de Ávila en su Camino de perfección: «La pobreza es un bien que encierra todos los bienes del mundo. Es un señorío grande. Es señorear todos los bienes del mundo a quien no le importan nada» (2,5). En la medida en que sepamos discernir el verdadero bien, nos volveremos ricos ante Dios y sabios ante nosotros mismos y ante los demás. Así es: en la medida en que se logra dar a la riqueza su sentido justo y verdadero, crecemos en humanidad y nos hacemos capaces de compartir.
10. Invito a los hermanos obispos, a los sacerdotes y en particular a los diáconos, a quienes se les impuso las manos para el servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-7), junto con las personas consagradas y con tantos laicos y laicas que en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos, hacen tangible la respuesta de la Iglesia al grito de los pobres, a que vivan esta Jornada Mundial como un momento privilegiado de nueva evangelización. Los pobres nos evangelizan, ayudándonos a descubrir cada día la belleza del Evangelio. No echemos en saco roto esta oportunidad de gracia. Sintámonos todos, en este día, deudores con ellos, para que tendiendo recíprocamente las manos unos a otros, se realice el encuentro salvífico que sostiene la fe, vuelve operosa la caridad y permite que la esperanza prosiga segura en su camino hacia el Señor que llega.
Vaticano, 13 de junio de 2018
Memoria litúrgica de san Antonio de Padua

Francisco



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25 octubre 2018

1ª Jornada Mundial de los pobres. 19 de noviembre de 2017

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
I JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario
19 de noviembre de 2017
No amemos de palabra sino con obras

1. «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1 Jn 3,18). Estas palabras del apóstol Juan expresan un imperativo que ningún cristiano puede ignorar. La seriedad con la que el «discípulo amado» ha transmitido hasta nuestros días el mandamiento de Jesús se hace más intensa debido al contraste que percibe entre las palabras vacías presentes a menudo en nuestros labios y los hechos concretos con los que tenemos que enfrentarnos. El amor no admite excusas: el que quiere amar como Jesús amó, ha de hacer suyo su ejemplo; especialmente cuando se trata de amar a los pobres. Por otro lado, el modo de amar del Hijo de Dios lo conocemos bien, y Juan lo recuerda con claridad. Se basa en dos pilares: Dios nos amó primero (cf. 1 Jn 4,10.19); y nos amó dando todo, incluso su propia vida (cf. 1 Jn 3,16).
Un amor así no puede quedar sin respuesta. Aunque se dio de manera unilateral, es decir, sin pedir nada a cambio, sin embargo inflama de tal manera el corazón que cualquier persona se siente impulsada a corresponder, a pesar de sus limitaciones y pecados. Y esto es posible en la medida en que acogemos en nuestro corazón la gracia de Dios, su caridad misericordiosa, de tal manera que mueva nuestra voluntad e incluso nuestros afectos a amar a Dios mismo y al prójimo. Así, la misericordia que, por así decirlo, brota del corazón de la Trinidad puede llegar a mover nuestras vidas y generar compasión y obras de misericordia en favor de nuestros hermanos y hermanas que se encuentran necesitados.
2. «Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha» (Sal 34,7). La Iglesia desde siempre ha comprendido la importancia de esa invocación. Está muy atestiguada ya desde las primeras páginas de los Hechos de los Apóstoles, donde Pedro pide que se elijan a siete hombres «llenos de espíritu y de sabiduría» (6,3) para que se encarguen de la asistencia a los pobres. Este es sin duda uno de los primeros signos con los que la comunidad cristiana se presentó en la escena del mundo: el servicio a los más pobres. Esto fue posible porque comprendió que la vida de los discípulos de Jesús se tenía que manifestar en una fraternidad y solidaridad que correspondiese a la enseñanza principal del Maestro, que proclamó a los pobres como bienaventurados y herederos del Reino de los cielos (cf. Mt 5,3).
«Vendían posesiones y bienes y los repartían entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,45). Estas palabras muestran claramente la profunda preocupación de los primeros cristianos. El evangelista Lucas, el autor sagrado que más espacio ha dedicado a la misericordia, describe sin retórica la comunión de bienes en la primera comunidad. Con ello desea dirigirse a los creyentes de cualquier generación, y por lo tanto también a nosotros, para sostenernos en el testimonio y animarnos a actuar en favor de los más necesitados. El apóstol Santiago manifiesta esta misma enseñanza en su carta con igual convicción, utilizando palabras fuertes e incisivas: «Queridos hermanos, escuchad: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que le aman? Vosotros, en cambio, habéis afrentado al pobre. Y sin embargo, ¿no son los ricos los que os tratan con despotismo y los que os arrastran a los tribunales? [...] ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar? Supongamos que un hermano o una hermana andan sin ropa y faltos del alimento diario, y que uno de vosotros les dice: “Dios os ampare; abrigaos y llenaos el estómago”, y no les dais lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Esto pasa con la fe: si no tiene obras, por sí sola está muerta» (2,5-6.14-17).
3. Ha habido ocasiones, sin embargo, en que los cristianos no han escuchado completamente este llamamiento, dejándose contaminar por la mentalidad mundana. Pero el Espíritu Santo no ha dejado de exhortarlos a fijar la mirada en lo esencial. Ha suscitado, en efecto, hombres y mujeres que de muchas maneras han dado su vida en servicio de los pobres. Cuántas páginas de la historia, en estos dos mil años, han sido escritas por cristianos que con toda sencillez y humildad, y con el generoso ingenio de la caridad, han servido a sus hermanos más pobres.
Entre ellos destaca el ejemplo de Francisco de Asís, al que han seguido muchos santos a lo largo de los siglos. Él no se conformó con abrazar y dar limosna a los leprosos, sino que decidió ir a Gubbio para estar con ellos. Él mismo vio en ese encuentro el punto de inflexión de su conversión: «Cuando vivía en el pecado me parecía algo muy amargo ver a los leprosos, y el mismo Señor me condujo entre ellos, y los traté con misericordia. Y alejándome de ellos, lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Test 1-3; FF 110). Este testimonio muestra el poder transformador de la caridad y el estilo de vida de los cristianos.
No pensemos sólo en los pobres como los destinatarios de una buena obra de voluntariado para hacer una vez a la semana, y menos aún de gestos improvisados de buena voluntad para tranquilizar la conciencia. Estas experiencias, aunque son válidas y útiles para sensibilizarnos acerca de las necesidades de muchos hermanos y de las injusticias que a menudo las provocan, deberían introducirnos a un verdadero encuentro con los pobres y dar lugar a un compartir que se convierta en un estilo de vida. En efecto, la oración, el camino del discipulado y la conversión encuentran en la caridad, que se transforma en compartir, la prueba de su autenticidad evangélica. Y esta forma de vida produce alegría y serenidad espiritual, porque se toca con la mano la carne de Cristo. Si realmente queremos encontrar a Cristo, es necesario que toquemos su cuerpo en el cuerpo llagado de los pobres, como confirmación de la comunión sacramental recibida en la Eucaristía. El Cuerpo de Cristo, partido en la sagrada liturgia, se deja encontrar por la caridad compartida en los rostros y en las personas de los hermanos y hermanas más débiles. Son siempre actuales las palabras del santo Obispo Crisóstomo: «Si queréis honrar el cuerpo de Cristo, no lo despreciéis cuando está desnudo; no honréis al Cristo eucarístico con ornamentos de seda, mientras que fuera del templo descuidáis a ese otro Cristo que sufre por frío y desnudez» (Hom. in Matthaeum, 50,3: PG 58).
Estamos llamados, por lo tanto, a tender la mano a los pobres, a encontrarlos, a mirarlos a los ojos, a abrazarlos, para hacerles sentir el calor del amor que rompe el círculo de soledad. Su mano extendida hacia nosotros es también una llamada a salir de nuestras certezas y comodidades, y a reconocer el valor que tiene la pobreza en sí misma.
4. No olvidemos que para los discípulos de Cristo, la pobreza es ante todo vocación para seguir a Jesús pobre. Es un caminar detrás de él y con él, un camino que lleva a la felicidad del reino de los cielos (cf. Mt 5,3; Lc 6,20). La pobreza significa un corazón humilde que sabe aceptar la propia condición de criatura limitada y pecadora para superar la tentación de omnipotencia, que nos engaña haciendo que nos creamos inmortales. La pobreza es una actitud del corazón que nos impide considerar el dinero, la carrera, el lujo como objetivo de vida y condición para la felicidad. Es la pobreza, más bien, la que crea las condiciones para que nos hagamos cargo libremente de nuestras responsabilidades personales y sociales, a pesar de nuestras limitaciones, confiando en la cercanía de Dios y sostenidos por su gracia. La pobreza, así entendida, es la medida que permite valorar el uso adecuado de los bienes materiales, y también vivir los vínculos y los afectos de modo generoso y desprendido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 25-45).
Sigamos, pues, el ejemplo de san Francisco, testigo de la auténtica pobreza. Él, precisamente porque mantuvo los ojos fijos en Cristo, fue capaz de reconocerlo y servirlo en los pobres. Si deseamos ofrecer nuestra aportación efectiva al cambio de la historia, generando un desarrollo real, es necesario que escuchemos el grito de los pobres y nos comprometamos a sacarlos de su situación de marginación. Al mismo tiempo, a los pobres que viven en nuestras ciudades y en nuestras comunidades les recuerdo que no pierdan el sentido de la pobreza evangélica que llevan impresa en su vida.
5. Conocemos la gran dificultad que surge en el mundo contemporáneo para identificar de forma clara la pobreza. Sin embargo, nos desafía todos los días con sus muchas caras marcadas por el dolor, la marginación, la opresión, la violencia, la tortura y el encarcelamiento, la guerra, la privación de la libertad y de la dignidad, por la ignorancia y el analfabetismo, por la emergencia sanitaria y la falta de trabajo, el tráfico de personas y la esclavitud, el exilio y la miseria, y por la migración forzada. La pobreza tiene el rostro de mujeres, hombres y niños explotados por viles intereses, pisoteados por la lógica perversa del poder y el dinero. Qué lista inacabable y cruel nos resulta cuando consideramos la pobreza como fruto de la injusticia social, la miseria moral, la codicia de unos pocos y la indiferencia generalizada.
Hoy en día, desafortunadamente, mientras emerge cada vez más la riqueza descarada que se acumula en las manos de unos pocos privilegiados, con frecuencia acompañada de la ilegalidad y la explotación ofensiva de la dignidad humana, escandaliza la propagación de la pobreza en grandes sectores de la sociedad entera. Ante este escenario, no se puede permanecer inactivos, ni tampoco resignados. A la pobreza que inhibe el espíritu de iniciativa de muchos jóvenes, impidiéndoles encontrar un trabajo; a la pobreza que adormece el sentido de responsabilidad e induce a preferir la delegación y la búsqueda de favoritismos; a la pobreza que envenena las fuentes de la participación y reduce los espacios de la profesionalidad, humillando de este modo el mérito de quien trabaja y produce; a todo esto se debe responder con una nueva visión de la vida y de la sociedad.
Todos estos pobres —como solía decir el beato Pablo VI— pertenecen a la Iglesia por «derecho evangélico» (Discurso en la apertura de la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II, 29 septiembre 1963) y obligan a la opción fundamental por ellos. Benditas las manos que se abren para acoger a los pobres y ayudarlos: son manos que traen esperanza. Benditas las manos que vencen las barreras de la cultura, la religión y la nacionalidad derramando el aceite del consuelo en las llagas de la humanidad. Benditas las manos que se abren sin pedir nada a cambio, sin «peros» ni «condiciones»: son manos que hacen descender sobre los hermanos la bendición de Dios.
6. Al final del Jubileo de la Misericordia quise ofrecer a la Iglesia la Jornada Mundial de los Pobres, para que en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados. Quisiera que, a las demás Jornadas mundiales establecidas por mis predecesores, que son ya una tradición en la vida de nuestras comunidades, se añada esta, que aporta un elemento delicadamente evangélico y que completa a todas en su conjunto, es decir, la predilección de Jesús por los pobres.
Invito a toda la Iglesia y a los hombres y mujeres de buena voluntad a mantener, en esta jornada, la mirada fija en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Son nuestros hermanos y hermanas, creados y amados por el Padre celestial. Esta Jornada tiene como objetivo, en primer lugar, estimular a los creyentes para que reaccionen ante la cultura del descarte y del derroche, haciendo suya la cultura del encuentro. Al mismo tiempo, la invitación está dirigida a todos, independientemente de su confesión religiosa, para que se dispongan a compartir con los pobres a través de cualquier acción de solidaridad, como signo concreto de fraternidad. Dios creó el cielo y la tierra para todos; son los hombres, por desgracia, quienes han levantado fronteras, muros y vallas, traicionando el don original destinado a la humanidad sin exclusión alguna.
7. Es mi deseo que las comunidades cristianas, en la semana anterior a la Jornada Mundial de los Pobres, que este año será el 19 de noviembre, Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, se comprometan a organizar diversos momentos de encuentro y de amistad, de solidaridad y de ayuda concreta. Podrán invitar a los pobres y a los voluntarios a participar juntos en la Eucaristía de ese domingo, de tal modo que se manifieste con más autenticidad la celebración de la Solemnidad de Cristo Rey del universo, el domingo siguiente. De hecho, la realeza de Cristo emerge con todo su significado más genuino en el Gólgota, cuando el Inocente clavado en la cruz, pobre, desnudo y privado de todo, encarna y revela la plenitud del amor de Dios. Su completo abandono al Padre expresa su pobreza total, a la vez que hace evidente el poder de este Amor, que lo resucita a nueva vida el día de Pascua.
En ese domingo, si en nuestro vecindario viven pobres que solicitan protección y ayuda, acerquémonos a ellos: será el momento propicio para encontrar al Dios que buscamos. De acuerdo con la enseñanza de la Escritura (cf. Gn 18, 3-5; Hb 13,2), sentémoslos a nuestra mesa como invitados de honor; podrán ser maestros que nos ayuden a vivir la fe de manera más coherente. Con su confianza y disposición a dejarse ayudar, nos muestran de modo sobrio, y con frecuencia alegre, lo importante que es vivir con lo esencial y abandonarse a la providencia del Padre.
8. El fundamento de las diversas iniciativas concretas que se llevarán a cabo durante esta Jornada será siempre la oración. No hay que olvidar que el Padre nuestro es la oración de los pobres. La petición del pan expresa la confianza en Dios sobre las necesidades básicas de nuestra vida. Todo lo que Jesús nos enseñó con esta oración manifiesta y recoge el grito de quien sufre a causa de la precariedad de la existencia y de la falta de lo necesario. A los discípulos que pedían a Jesús que les enseñara a orar, él les respondió con las palabras de los pobres que recurren al único Padre en el que todos se reconocen como hermanos. El Padre nuestro es una oración que se dice en plural: el pan que se pide es «nuestro», y esto implica comunión, preocupación y responsabilidad común. En esta oración todos reconocemos la necesidad de superar cualquier forma de egoísmo para entrar en la alegría de la mutua aceptación.
9. Pido a los hermanos obispos, a los sacerdotes, a los diáconos —que tienen por vocación la misión de ayudar a los pobres—, a las personas consagradas, a las asociaciones, a los movimientos y al amplio mundo del voluntariado que se comprometan para que con esta Jornada Mundial de los Pobres se establezca una tradición que sea una contribución concreta a la evangelización en el mundo contemporáneo.
Que esta nueva Jornada Mundial se convierta para nuestra conciencia creyente en un fuerte llamamiento, de modo que estemos cada vez más convencidos de que compartir con los pobres nos permite entender el Evangelio en su verdad más profunda. Los pobres no son un problema, sino un recurso al cual acudir para acoger y vivir la esencia del Evangelio.
Vaticano, 13 de junio de 2017
Memoria de San Antonio de Padua
Francisco



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22 octubre 2018

MONSEÑOR ROMERO - LA PELÍCULA


ROMERO - LA PELÍCULA














El domingo 14 de octubre fué la canonización de Monseñor Oscar Romero, el obispo salvadoreño mártir.  Por eso queremos acercarles algo de su historia mediante esta película.

Ver este film no será lo mismo que leer sus discursos, sus mensajes o sus homilías, pero al menos, nos ayudará para aproximarnos un poco a su vida y su legado.

Acercarse a la figura de Monseñor Romero es dejarse interpelar por un gran profeta del siglo XX.

Dispuesto a posicionarse al lado de los más necesitados, Monseñor Óscar Romero recorre los barrios de chabolas de Aguilares, en El Salvador, en compañía de su amigo y colega el prelado Grande.

Es el día de los comicios electorales de 1977, pero las libertades individuales y colectivas no parecen aún garantizadas en este país centroamericano. Como muestra, un autobús repleto de campesinos dispuestos a ejercer su derecho ciudadano es recibido en las cercanías de Aguilares con una ráfaga de disparos por parte, según fuentes policiales, de unos guerrilleros comunistas dispuestos a boicotear las elecciones municipales. En aras a salvaguardar la integridad física de los campesinos, Óscar Romero los escolta hasta los colegios electorales donde tienen el derecho a emitir su voto, a favor de Ernesto Claramount o de otros candidatos con un menor porcentaje de seguidores en los anteriores comicios.


“He sido frecuentemente amenazado de muerte.Debo decirle que, como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección: Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño.” 




Pelicula 

17 marzo 2018

Cuaresma 2018 – Cuarta predicación cuaresmal Raniero Cantalamessa, ofmcap. La obediencia a Dios en la vida cristiana

(ZENIT – 16 marzo 2018).- «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad»: Concluye así la cuarta predicación cuaresmal del Padre Raniero Cantalamessa, sobre la obediencia a Dios en la vida cristiana.
El Papa Francisco y los sacerdotes de la Curia Romana asistieron esta mañana, 16 de marzo de 2018, a la 4ª charla del predicador de la Casa Pontificia, en la capilla Redemptoris Materdel Palacio Apostólico.
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios», el franciscano capuchino ha comenzado citando las palabras de San Pablo en Romanos 13,1ss.
El P. Cantalamessa ha explicado que San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.
“Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles” ha aclarado el franciscano.
Asimismo, Raniero Cantalamessa ha expuesto la visión de San Pablo sobre la obediencia de Cristo: “Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre”.
En la primera parte de la Carta a los Romanos –señala el P. Cantalamessa– san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida: Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu.
RD
Sigue el texto completo de la predicación de Cuaresma del P. Raniero Cantalamessa:
***
«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»
La obediencia a Dios en la vida cristiana
1. El hilo de lo alto
Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios» (Rom 13,1ss).
A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal. San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.
Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.
La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.
La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.
Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros hoy.
Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.
Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.
La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.
Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer. 
2. La obediencia de Cristo
Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).
El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!
Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.
La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a Dios.
La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su vida.
La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».
3. La obediencia como gracia: el bautismo
En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:
«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).
Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor: «Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».
Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).
De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la gracia de obedecer!
La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.
4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo
En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.
Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).
Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.
El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).
Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para nosotros.
Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?
La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.
Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.
También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.
Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.
5. Una obediencia abierta siempre y a todos
La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.
He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).
En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce […]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios»[1].
Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.
Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1).
También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí […]; me ha sacado de la fosa de la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:
«He aquí que vengo.
En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.
Mi Dios lo quiero,
tu ley está en lo profundo de mi corazón».
Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».
No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».
© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco
[1] S. Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 4, 1.