Después de años de recibir abucheos entre bastidores, se ha vuelto a alzar el telón y Dios ha sido recibido con fuertes aplausos. Como con toda naturalidad dijo una joven que comentaba el acto para la televisión australiana, antes no estaba de moda ser católico en Sydney, pero ahora “vuelve a estar en la onda”. No es extraño que el anuncio de que Madrid acogerá la JMJ en 2011 fuera recibido con tanto júbilo.

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La respuesta de los jóvenes fue impresionante. Unos 110.000 peregrinos, según los datos oficiales, cruzaron el mundo para venir a Australia, pese a la subida de las tarifas aéreas y la enorme distancia desde Europa y América. Muchos procedentes del extranjero tuvieron que ahorrar durante meses y sufrir veinte o treinta horas de vuelo hasta Sydney. Y a pesar de informaciones negativas en los medios de comunicación y el tibio apoyo de muchas escuelas católicas, se les unieron otros 100.000 peregrinos australianos. El último día, en la misa de Benedicto XVI en el hipódromo de Randwick, se sumaron varios miles más. Y todo sin ningún incidente de relieve, hecho realmente sorprendente para tal concentración de jóvenes.

El Vaticano y el cardenal George Pell de Sydney habían concebido la JMJ como una catequesis, un festival de cultura católica, de enseñanza y oración. Para los peregrinos que llegaron más pronto, las diócesis organizaron charlas en torno a asuntos controvertidos como la doctrina católica sobre sexualidad, o bioética, o fe y razón. Durante la semana inmediatamente anterior predicaron obispos de todo el mundo.

De hecho, uno de los aspectos sorprendentes de la JMJ en Sydney fue la naturalidad con que la nueva generación sintonizó con formas tradicionales de la devoción y la doctrina católica que para la generación Woodstock eran reliquias fosilizadas de la época preconciliar. Pero no.

Una nueva era

Durante los días que culminaron en la misa conclusiva, se veían jóvenes guardando cola para confesar y para pasar ratos de oración ante la Eucaristía en las iglesias. Varios miles recorrieron a pie los 9 kilómetros hasta Randwick pasando por el emblemático Puente del Puerto –cerrado al tráfico, cosa que solo había ocurrido otras dos veces en la historia–, muchos entonando cánticos o rezando el rosario, otros jugando con un balón o gastando bromas. Algunos exhibían grandes pancartas con la leyenda “Queremos a nuestro Pastor Alemán”. Tras la vigilia del sábado por la noche, los jóvenes se quedaron a dormir en el hipódromo en espera de la misa del día siguiente. Las confesiones prosiguieron durante toda la noche y aun la madrugada; la tienda donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento estaba llena de jóvenes rezando.

Y hasta los periodistas más groseros hubieron de reconocer que los peregrinos eran gente alegre, llena de vitalidad y normal, no los sombríos fanáticos aguafiestas que algunos esperaban. Un grupo llamado la “Coalición No al Papa” –un conjunto de drag queens, homosexuales, ateos y (no es broma) raelianas lesbianas– arrojó una lluvia de condones sobre los peregrinos que cruzaban el puente. Pero el numerito no provocó más que risa y dolida perplejidad. “Ellos tienen sus opiniones –decía una chica neozelandesa de 18 años–. Nosotros tenemos nuestras creencias, y no vamos a cambiarlas por ellos”.

Está claro que Benedicto XVI gozó con la celebración. Ahora responde con más espontaneidad al entusiasmo y al afecto de la multitud. Pero aunque tuvo una bienvenida de estrella del rock, había venido como Papa “al fin del mundo” decidido a dar un nuevo impulso a la Iglesia en Australia y a urgir a los jóvenes a comprometerse con Dios.

Para llenar el vacío espiritual

Lo asombroso de Benedicto XVI es que un hombre de su edad, tímido, modesto y sin especial carisma, convenza por su perspicacia, rigor y claridad. Sus discursos en la Jornada Mundial de la Juventud se movían a un nivel alto. Transmitían ideas, sin florituras retóricas, e iban directos al corazón del conflicto entre religión y cultura secularista.

Dirigiéndose a todos los australianos, el Papa lamentó en la homilía de la misa de clausura, que “en muchas de nuestras sociedades, junto a la prosperidad material, se está extendiendo el desierto espiritual: un vacío interior, un miedo indefinible, un larvado sentido de desesperación”. Y en diversas ocasiones atribuyó este vacío a la plaga del relativismo, a la creencia de que no hay verdad.

En la ceremonia de acogida a los jóvenes en Barangaroo, el Papa comenzó denunciando las “heridas que marcan la superficie de la tierra: la erosión, la deforestación, el derroche de los recursos minerales y marinos para alimentar un consumismo insaciable”.

Pero de ahí pasó al deterioro del entorno “social”, “el hábitat que nos creamos nosotros mismos”. Éste también “tiene sus cicatrices; heridas que indican que algo no está en su sitio”. Entre los ejemplos citó “el abuso de alcohol y de drogas, la exaltación de la violencia y la degradación sexual, presentados a menudo en la televisión e Internet como una diversión”. “¿Cómo es posible que la violencia doméstica atormente a tantas madres y niños? ¿Cómo es posible que el seno materno, el ámbito humano más admirable y sagrado, se haya convertido en lugar de indecible violencia?”, siguió interrogándose.

Unir libertad y verdad

Esta crisis de la ecología social la atribuyó el Papa a que “la libertad y la tolerancia están frecuentemente separadas de la verdad. Esto está fomentado por la idea, hoy muy difundida, de que no hay una verdad absoluta que guíe nuestras vidas. El relativismo, dando en la práctica valor a todo, indiscriminadamente, ha hecho que la ‘experiencia’ sea lo más importante de todo. En realidad, las experiencias, separadas de cualquier consideración sobre lo que es bueno o verdadero, pueden llevar, no a una auténtica libertad, sino a una confusión moral o intelectual, a un debilitamiento de los principios, a la pérdida de la autoestima, e incluso a la desesperación”.

Hablando a todos los creyentes, el Papa les animó a seguir luchando para que la religión siga presente en la vida pública. En uno de sus discursos más interesantes, dirigido a los representantes de otras religiones, el Papa desmintió la idea de que religión y violencia van de la mano.

El sentido religioso arraigado en el corazón del ser humano le lleva a descubrir que la realización personal no consiste en la satisfacción egoísta de deseos efímeros. “Nos guía más bien salir al encuentro de las necesidades de los otros y a buscar caminos concretos para contribuir al bien común. Las religiones desempeñan un papel particular a este respecto, en cuanto enseñan a la gente que el auténtico servicio exige sacrificio y autodisciplina, que se han de cultivar a su vez mediante la abnegación, la templanza y el uso moderado de los bienes naturales. Así, se orienta a hombres y mujeres a considerar el entorno como algo maravilloso, digno de ser admirado y respetado más que algo útil y simplemente para consumir. Un deber que se impone a quien tiene espíritu religioso es demostrar que es posible encontrar alegría en una vida sencilla y modesta, compartiendo con generosidad lo que se tiene de más con quien está necesitado.”

¿Qué dejaréis a la próxima generación?

Al dirigirse a los católicos, el Papa hizo hincapié en la unidad. Sus palabras en la vigilia con los jóvenes ofrecieron todo un panorama de la teología de la unidad. Aunque pueden haber superado la capacidad de atención de peregrinos cansados que llevaban velas en la oscuridad, dio un magistral esbozo del esfuerzo de san Agustín por aferrar el significado de la Trinidad, la doctrina central del cristianismo. Y lo utilizó para hacer una llamada a la unidad dentro de la Iglesia.

“Lamentablemente, la tentación de ‘ir por libre’ continúa. Algunos hablan de su comunidad local como si se tratara de algo separado de la así llamada Iglesia institucional, describiendo a la primera como flexible y abierta al Espíritu, y a la segunda como rígida y carente de Espíritu.”

“La unidad pertenece a la esencia de la Iglesia; es un don que debemos reconocer y apreciar. Pidamos esta tarde por nuestro propósito de cultivar la unidad, de contribuir a ella, de resistir a cualquier tentación de dar media vuelta y marcharnos. Ya que lo que podemos ofrecer a nuestro mundo es precisamente la magnitud, la amplia visión de nuestra fe, sólida y abierta a la vez, consistente y dinámica, verdadera y sin embargo orientada a un conocimiento más profundo”.

Y a los jóvenes les recordó, una y otra vez, la responsabilidad de transmitir su fe a los otros.

“¿Qué dejaréis a la próxima generación?”, preguntó en la homilía de la misa final. “¿Estáis construyendo vuestras vidas sobre bases sólidas? ¿Estáis construyendo algo que durará? ¿Estáis viviendo vuestras vidas de modo que dejéis espacio al Espíritu en un mundo que quiere olvidar a Dios, rechazarlo incluso en nombre de un falso concepto de libertad? ¿Cómo estáis usando los dones que se os han dado, la ‘fuerza’ que el Espíritu Santo está ahora dispuesto a derramar sobre vosotros? ¿Qué herencia dejaréis a los jóvenes que os sucederán?”.

Y les invitó a ser los profetas de una nueva sociedad: “Una nueva era en la que el amor no sea ambicioso ni egoísta, sino puro, fiel y sinceramente libre, abierto a los otros, respetuoso de su dignidad, un amor que promueva su bien e irradie gozo y belleza. Una nueva era en la cual la esperanza nos libere de la superficialidad, de la apatía y el egoísmo que degrada nuestras almas y envenena las relaciones humanas”.

Antes les había recordado a “aquellos pioneros –sacerdotes, religiosas y religiosos– que llegaron a estas costas y a otras zonas del Océano Pacífico, desde Irlanda, Francia, Gran Bretaña y otras partes de Europa. La mayor parte de ellos eran jóvenes –algunos incluso con apenas veinte años– y, cuando se despidieron para siempre de sus padres, hermanos, hermanas y amigos, sabían que sería difícil para ellos volver a casa. Sus vidas fueron un testimonio cristiano, sin intereses egoístas”.

Esa fuerza solo puede venir de Dios, si le dejamos actuar en nosotros. “El amor de Dios puede derramar su fuerza sólo cuando le permitimos cambiarnos por dentro. Debemos permitirle penetrar en la dura costra de nuestra indiferencia, de nuestro cansancio espiritual, de nuestro ciego conformismo con el espíritu de nuestro tiempo. Sólo entonces podemos permitirle encender nuestra imaginación y modelar nuestros deseos más profundos. Por esto es tan importante la oración”.

Una inmensa tarea por delante

Reconstruir la Iglesia católica, en Australia como en otras partes, es una empresa ingente. En los medios de comunicación del país, las protestas de víctimas de abusos sexuales por parte de sacerdotes casi eclipsaron el exuberante recibimiento dispensado al Papa. Hubo insistentes demandas de una petición de perdón, y el Papa la hizo (en Sydney, durante la misa con obispos, seminaristas y novicios): “Estos delitos, que constituyen una grave traición a la confianza, deben ser condenados de modo inequívoco. Han provocado gran dolor y han dañado el testimonio de la Iglesia. (…) Las víctimas deben recibir compasión y asistencia, y los responsables de estos males deben ser llevados ante la justicia”.

Pese a las sombras, la calurosa acogida a Benedicto XVI en Sydney muestra que el cristianismo no está muerto, ni siquiera en letargo. Banderas de docenas de países ondeaban al recio viento que soplaba en los momentos finales de la JMJ. Entre ellas estaba la roja de la República Popular China. Incluso allí, bajo un régimen oficialmente comunista, hay entusiastas del Papa. En los cinco últimos años un laicismo resentido ha intentado encerrar la religión en un armario. Libros de ateos proselitistas han cautivado la atención de los medios. Ahora, tras una semana de expresión de religiosidad alegre y sin complejos en las antípodas, todo el mundo sabe que hay una alternativa viable. Dios ha vuelto al terreno de juego.