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17 marzo 2018

Cuaresma 2018 – Cuarta predicación cuaresmal Raniero Cantalamessa, ofmcap. La obediencia a Dios en la vida cristiana

(ZENIT – 16 marzo 2018).- «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad»: Concluye así la cuarta predicación cuaresmal del Padre Raniero Cantalamessa, sobre la obediencia a Dios en la vida cristiana.
El Papa Francisco y los sacerdotes de la Curia Romana asistieron esta mañana, 16 de marzo de 2018, a la 4ª charla del predicador de la Casa Pontificia, en la capilla Redemptoris Materdel Palacio Apostólico.
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios», el franciscano capuchino ha comenzado citando las palabras de San Pablo en Romanos 13,1ss.
El P. Cantalamessa ha explicado que San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.
“Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles” ha aclarado el franciscano.
Asimismo, Raniero Cantalamessa ha expuesto la visión de San Pablo sobre la obediencia de Cristo: “Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre”.
En la primera parte de la Carta a los Romanos –señala el P. Cantalamessa– san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida: Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu.
RD
Sigue el texto completo de la predicación de Cuaresma del P. Raniero Cantalamessa:
***
«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»
La obediencia a Dios en la vida cristiana
1. El hilo de lo alto
Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios» (Rom 13,1ss).
A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal. San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la comunidad a la que escribía.
Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma, eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.
La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas (como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la obediencia al estado.
La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen. Si yo no pago los impuestos, si mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros exámenes de conciencia.
Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros hoy.
Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos, religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios.
Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a Dios y a su Espíritu.
La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales (yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada que hacer.
Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias: de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto: todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer. 
2. La obediencia de Cristo
Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente». Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia; no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8); que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que le obedecen» (Heb 5,8-9).
El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!
Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.
La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán: «Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la obediencia a Dios.
La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre» (Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto. Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su vida.
La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció. En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt 27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la roca de nuestra salvación».
3. La obediencia como gracia: el bautismo
En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo. San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a obedecerle:
«¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom 6,16).
Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor: «Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».
Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de Cristo. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios, pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejarnos a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre (cf. Flp 2,8-9).
De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia. La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer, mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la gracia de obedecer!
La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia.
4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo
En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad. Ahora ha llegado el momento de considerar este segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia de Cristo. La obediencia como deber.
Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios. Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia: a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles, «a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al Apóstol.
San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1, 8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor 10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).
Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios, después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo, se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto, voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre, la Iglesia terminaría por petrificarse.
El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática —junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).
Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy —como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad, convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para nosotros.
Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios. Sucede exactamente como para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1 Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?
La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una «inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él hará que la reconozcan sus representantes.
Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya.
También esta regla no es, sin embargo, absoluta. No hablo aquí de la obligación positiva de desobedecer cuando la autoridad –como en ciertos regímenes dictatoriales – quiere que se haga algo inmoral y criminal. Permaneciendo en el ámbito religioso, la voluntad de Dios y su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres (cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente), antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.
Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad. Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo, se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia, ya no somos obedientes, sino objetores.
5. Una obediencia abierta siempre y a todos
La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida, hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios, en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento, los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el tiempo, todo.
He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre. Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña. Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva enseñada con autoridad» (Mc 1,27).
En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco. Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una fortaleza, como un muro de bronce […]. Te harán guerra, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, san Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios»[1].
Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en «presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.
Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia. Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida. Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rom 12,1).
También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí […]; me ha sacado de la fosa de la muerte…»), en un verdadero estado de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere de él, obedecerle en todo. Entonces él exclama:
«He aquí que vengo.
En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.
Mi Dios lo quiero,
tu ley está en lo profundo de mi corazón».
Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».
No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo; sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».
© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco
[1] S. Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 4, 1.

Cuaresma 2018 – Tercera predicación cuaresmal Raniero Cantalamessa, ofmcap. La humildad cristiana.

«No os hagáis una idea demasiado alta
de vosotros mismos»

La humildad cristiana

La exhortación a la caridad que hemos recogido de boca del Apóstol, en la meditación anterior, está encerrada entre dos breves exhortaciones a la humildad que se reclaman entre sí con evidencia, para formar una especie de marco para el discurso sobre la caridad. Leídas las dos exhortaciones seguidamente, omitiendo lo que hay en medio, suenan así: «No os estiméis en más de lo que conviene, sino estimaos moderadamente, según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual. […] Tened la misma consideración y trato unos con otros, sin pretensiones de grandeza, sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. No os tengáis por sabios» (Rom 12, 3.16).
No se trata de recomendaciones de poca monta a la moderación y a la modestia; a través de estas pocas palabras la parénesis apostólica nos abre por delante todo el vasto horizonte de la humildad. Junto a la caridad, san Pablo concreta en la humildad el segundo valor fundamental, la segunda dirección en que se debe trabajar para renovar, en el Espíritu, la propia vida y edificar la comunidad.
Nunca como en este campo las virtudes cristianas nos aparecen como un hacer propios «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús». Él, recuerda en otro lugar el Apóstol, aun siendo de naturaleza divina, «se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 5-8) y a sus discípulos les dijo él mismo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). De la humildad se puede hablar desde distintos puntos de vista, como veremos que hará el Apóstol, pero, en su significado más profundo, la humildad es sólo la de Cristo. Humilde realmente es quien se esfuerza por tener el corazón de Cristo.

1. La humildad como sobriedad

En la parénesis de la Carta a los Romanos, san Pablo aplica a la vida de la comunidad cristiana la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad que se expresa constantemente a través de la metáfora espacial del «alzarse» y el «abajarse», del tender a lo alto y tender a lo bajo. Se puede «aspirar a cosas demasiado altas» o con la propia inteligencia, con una indagación desmedida que no tiene en cuenta el propio límite frente al misterio, o con la voluntad, ambicionando posiciones y funciones de prestigio. El Apóstol tiene en el horizonte estas dos posibilidades y, en cualquier caso, sus palabras afectan a una y otra cosa juntamente: tanto la presunción de la mente como la ambición de la voluntad.
Sin embargo, al transmitir la enseñanza bíblica tradicional sobre la humildad, san Pablo da una motivación para esta virtud en parte nueva y original. En el Antiguo Testamento, el motivo o la razón que justifica la humildad es que Dios «rechaza a los soberbios y da su gracia a los humildes» (cf. Prov 3,34; Jb 22,29), que Él «mira hacia el humilde, pero al soberbio le retira la mirada desde lejos» (Sal 137,6). Pero no se decía, —al menos explícitamente— porqué Dios hace esto, es decir, porqué «eleva a los humildes y abaja a los soberbios». A este hecho se pueden dar diferentes explicaciones: por ejemplo, la envidia o «envidia de Dios» (sphonos Theou), como pensaban algunos escritores griegos, o simplemente la voluntad divina de castigar la arrogancia humana, la hybris.
El concepto decisivo que san Pablo introduce en el discurso en torno a la humildad es el concepto de verdad. Dios ama al humilde porque el humilde está en la verdad; es un hombre verdadero, auténtico. Él castiga la soberbia, porque la soberbia, antes aún que arrogancia, es mentira. Todo lo que en el hombre no es humildad es mentira.
Esto explica porqué los filósofos griegos, que también conocieron y exaltaron casi todas las demás virtudes, no conocieron la humildad. La palabra humildad (tapeinosis) conservó siempre, para ellos, un significado prevalentemente negativo de bajeza, estrechez de miras, mezquindad y pusilanimidad. Es el significado que se ha conservado en nuestro «miserable» que se deriva precisamente, de modo directo, de ese término griego. Los filósofos griegos ignoraban los dos polos que permiten asociar entre sí humildad y verdad: la idea de creación y la idea bíblica de pecado. La idea de creación fundamenta la certeza de que todo lo que hay de bueno y hermoso en el hombre viene de Dios, sin excluir nada; la idea bíblica de pecado funda la certeza de que todo lo que hay de mal, en sentido moral, viene de su libertad, de él mismo. El hombre en el hombre bíblico es empujado a la humildad tanto por el bien como por el mal que descubre en sí.
Pero vayamos al pensamiento del Apóstol. La palabra usada por él en nuestro texto para indicar la humildad-verdad es la palabra sobriedad o sabiduría. Exhorta a los cristianos a no hacerse una idea errónea y exagerada de sí mismos, sino a tener de sí, más bien, una valoración justa, sobria, podríamos casi decir objetiva. Al retomar la exhortación, en el versículo 16, el «hacerse una idea sobria de sí», encuentra su equivalente en la expresión «tender a las cosas humildes». Con ello viene a decir que el hombre es sabio cuando es humilde y que es humilde cuando es sabio.
Al abajarse, el hombre se acerca a la verdad. «Dios es luz», dice san Juan (1 Jn 1,5), es verdad, y no puede encontrar al hombre si no en la verdad. Él da su gracia al humilde porque sólo el humilde es capaz de reconocer la gracia; no dice: «¡Mi brazo, o mi mente, ha hecho esto!» (cf Dt 8,17; Is 10,13). Santa Teresa de Jesús escribió: «Me preguntaba un día por qué motivo el Señor ama tanto la humildad y me vino a la mente de repente, sin ninguna reflexión mía, que esto debe ser porque él es la suma verdad y la humildad es la verdad»¹.

2. ¿Qué tienes que no hayas recibido?

El Apóstol no nos deja ahora en la vaguedad o en la superficie, a propósito de esta verdad sobre nosotros mismos. Algunas de sus frases lapidarias, contenidas en otras Cartas pero pertenecientes a este mismo orden de ideas, tienen el poder de escapar a toda «excusa» y hacernos ir realmente a fondo en el descubrimiento de la verdad.
Una de tales frases dice: «¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» (1 Cor 4,7). Hay una sola cosa que no he recibido, que es toda y sóla mía, y es el pecado. Esto sé y siento que viene de mí, que encuentra su fuente en mí, o, de todas maneras, en el hombre y en el mundo, no en Dios, mientras que todo el resto —incluido el hecho de reconocer que el pecado viene de mí— es de Dios. Otra frase dice: «Si alguien piensa que es algo, mientras que es nada, ¡se engaña a sí mismo!» (Gál 6,3).
La «justa valoración» de sí mismo es, pues, esta: ¡reconocer nuestra nada! ¡Este es ese terreno sólido, al que tiende la humildad! La perla preciosa es precisamente la sincera y pacífica persuasión de que, para nosotros mismos, no somos nada, no podemos pensar en nada, no podemos hacer nada. «Sin mí no podéis “hacer” nada», dice Jesús (Jn 15,5) y el Apóstol añade: «No es que por nosotros mismos seamos capaces de pensar algo…» (2 Cor 3,5). Nosotros podemos, ocasionalmente, usar una u otra de estas palabras para truncar una tentación, un pensamiento, una complacencia, como una verdadera «espada del Espíritu»: «¿Qué tienes que no hayas recibido?». La eficacia de la palabra de Dios se experimenta sobre todo en este caso: cuando se usa en uno mismo, más que cuando se usa en los demás.
De este modo, nos encaminamos a descubrir la verdadera naturaleza de nuestra nada, que no es un nada pura y simple, una «inocente pequeñez». Vislumbramos el objetivo último al que la palabra de Dios nos quiere conducir que es que reconozcamos lo que realmente somos: ¡una nada soberbia! Yo soy ese alguien que «cree que es algo», mientras que soy nada; yo soy el que no tiene nada que no ha recibido, pero que siempre se jacta —o está tentado de gloriarse— de algo, ¡como si no hubiese recibido!
Esta no es una situación de algunos, sino una miseria de todos. Es la definición misma del hombre viejo: una nada que cree ser algo, una nada soberbia. El Apóstol mismo nos confiesa lo que descubría cuando él también bajaba al fondo de su corazón: «Descubro en mí —decía— otra ley…, descubro que el pecado habita en mí… ¡Son un desgraciado! ¿Quién me librará?» (cf. Rom 7,14-25). Esa «otra ley», el «pecado que habita en nosotros» es, para san Pablo, como se sabe, ante todo la autoglorificación, el orgullo, el jactarse de uno mismo.
Al término de nuestro camino de descenso, no descubrimos, pues, en nosotros la humildad, sino la soberbia. Pero precisamente este descubrimiento de que somos radicalmente soberbios y que lo somos por culpa nuestra, no de Dios, porque lo hemos llegado a ser haciendo mal uso de la nuestra libertad, esto es precisamente la humildad, porque esto es la verdad. Haber descubierto este objetivo, o incluso haberlo vislumbrado sólo como desde lejos, a través de la palabra de Dios, es una gracia grande. Da una paz nueva. Como quien, en tiempo de guerra, ha descubierto que posee bajo su propia casa, sin siquiera tener que salir fuera, un refugio seguro contra los bombardeos, absolutamente inalcanzable.
Una gran maestra de espíritu —santa Angela de Foligno—, a punto de morir, exclamó: «¡Oh, nada desconocida, oh, nada desconocida! El alma no puede tener mejor visión en este mundo que contemplar su propia nada y habitar en ella como en la celda de una cárcel». La misma santa exhortaba a sus hijos espirituales a hacer lo posible para volver a entrar enseguida en esa celda, apenas hubieran salido fuera por cualquier motivo. Hay que hacer como algunas crías muy acobardadas que no se alejan nunca del agujero de su guarida hasta el punto de que no pueden volver allí enseguida, al primer aviso de peligro.
Hay un gran secreto oculto en este consejo, una verdad misteriosa que se experimenta probando. Se descubre entonces que existe realmente esta celda y que se puede entrar realmente en ella cada vez que se quiera. Consiste en el silencioso y tranquilo sentimiento de ser una nada, y una nada soberbia. Cuando se está dentro de la celda de esta cárcel, ya no se ven los defectos del prójimo, o se ven bajo otra luz. Se entiende que es posible, con la gracia y con el ejercicio, realizar lo que dice el Apóstol y que parece, a primera vista, excesivo, es decir, «considerar a todos los demás superiores a uno mismo» (cf. Flp 2,3), o al menos se comprende cómo puede haber sido posible a los santos.
Encerrarse en esa cárcel es, pues, algo muy distinto a encerrarse en uno mismo; por el contrario, es abrirse a los otros, al ser, a la objetividad de las cosas. Al contrario de lo que siempre han pensado los enemigos de la humildad cristiana. Es cerrarse al egoísmo, no en el egoísmo. Es la victoria sobre uno de los males que la moderna psicología considera letal para la persona humana: el narcisismo.
En esa celda, además, no penetra el enemigo. Un día, Antonio el Grande tuvo una visión; vio, en un instante, todos los infinitos lazos del enemigo desplegados por tierra y dijo gimendo: «¿Quien podrá, pues, evitar todos estos lazos?» y entendió que una voz le respondía: «¡La humildad!»².
El Evangelio nos presenta un modelo insuperable de esta humildad-verdad, y es María. Dios —canta María en el Magnificat— «ha mirado la humildad de su esclava» (Lc 1,48). Pero, ¿qué entiende aquí la Virgen por «humildad»? No la virtud de la humildad, sino su condición humilde o, a lo sumo, su pertenencia a la categoría de los humildes y los pobres de los que se habla a continuación en el cántico. Lo confirma la referencia explícita al cántico de Ana, la madre de Samuel, donde la misma palabra usada por María (tapeinosis) significa claramente miseria, esterilidad, condición humilde, no sentimiento de humildad.
Pero la cosa está clara en sí misma. ¿Cómo se puede pensar que María exalte su humildad, sin destruir, con ello mismo, la humildad de María? ¿Cómo se puede pensar que María atribuya a su humildad la elección de Dios, sin destruir, con esto, la gratuidad de tal elección y hacer incomprensible toda la vida de María a partir de su Inmaculada Concepción? Para subrayar la importancia de la humildad, alguien escribió imprudentemente que María «no se jacta de ninguna otra virtud más que de su humildad», como si, de este modo, se hiciera un gran honor, y no un gran error, a dicha virtud. La virtud de la humildad tiene un estatuto muy especial: la tiene quien cree que no la tiene, no la tiene quien cree tenerla. Sólo Jesús puede declararse «humilde de corazón» y serlo verdaderamente; esta es la característica única e irrepetible de la humildad del hombre-Dios.
¿No tenía María, pues, la virtud de la humildad? Cierto que la tenía y en grado sumo, pero eso lo sabía sólo Dios, ella no. Precisamente esto, en efecto, constituye el mérito inigualable de la verdadera humildad: que su perfume es captado solamente por Dios, no por quien lo emana. El alma de María, libre de toda concupiscencia verdadera y pecadora, ante la nueva situación creada por su maternidad divina, se ha colocado, con toda rapidez y naturalidad, en su sitio de verdad —su nada— y de allí nada ni nadie la ha podido mover.
En esto la humildad de la Madre de Dios parece un prodigio único de la gracia. Ella arrancó a Lutero este elogio: «Aunque María hubiera acogido en sí esa gran obra de Dios, tuvo y mantuvo tal sentimiento de sí que no se elevó por encima del menor hombre de la tierra […]. Aquí se debe celebrar el espíritu de María maravillosamente puro, porque mientras se le hace un honor tan grande, no se deja inducir en la tentación, sino que, como si no viese, permanece en el camino correcto»[3].
La sobriedad de María está por encima de cualquier comparación incluso entre los santos. Ella aguantó la tensión tremenda de este pensamiento: «¡Tú eres la madre del Mesías, la Madre de Dios! ¡Tú eres lo que toda mujer de tu pueblo hubiera deseado ser!». «¿A qué debo que la madre de mi Señor venga a mí?», había exclamado Isabel, y ella responde: «¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!». Ella se abismó en su nada y «elevó» sólo a Dios, diciendo: «Mi alma glorifica al Señor». Al Señor, no a la esclava. María es verdaderamente la obra maestra de la gracia divina.

3. Humildad y humillaciones

No nos debemos engañar de haber alcanzado la humildad sólo porque la palabra de Dios y el ejemplo de María nos hayan llevado a descubrir nuestra nada. Se ve hasta qué punto hemos llegado en materia de humildad cuando la iniciativa pasa de nosotros a los demás, es decir, cuando ya no somos nosotros los que reconocemos nuestros defectos y errores, sino que son los demás los que lo hacen; cuando no sólo somos capaces de decirnos la verdad, sino también de dejárnosla decir, con gusto, por otros. En otras palabras, se ve en los reproches, en las correcciones, en las críticas y en las humillaciones. «A menudo sirve mucho para conservarnos en la humildad —dice el autor de la Imitación de Cristo— que los demás conozcan y recobren nuestros defectos»⁴.
Pretender matar el propio orgullo golpeándolo a solas, sin que nadie intervenga desde fuera, es como usar el propio brazo para castigarse a sí mismo: uno no se hará nunca realmente mal. Es como querer arrastrar a solas un tumor. Hay personas (y yo estoy ciertamente entre estas) que son capaces de decir de sí —e incluso sinceramente— todo el mal posible e imaginable; personas que, durante una liturgia penitencial, hacen autoacusaciones de una franqueza y de un coraje admirables, pero en cuanto alguien alrededor de ellos alude a tomar en serio sus confesiones, o se atreve a decir en ellas una pequeña parte de lo que se ha dicho a solas, son chispas. Evidentemente, todavía queda mucho camino por recorrer para llegar a la verdadera humildad y a la verdad humilde.
Cuando trato de recibir gloria de un hombre por algo que digo o hago, es casi seguro que ese mismo hombre busca recibir en respuesta gloria de mí por lo que dice o hace. Y así sucede que cada uno busca su propia gloria y nadie la obtiene y si, por casualidad, la obtiene no es más que «vanagloria», es decir gloria vacía, destinada a disolverse en humo con la muerte. Pero el efecto es igualmente terrible; Jesús atribuía a la búsqueda de la propia gloria incluso la imposibilidad de creer. Decía a los fariseos: «¿Como podéis creer cuando recibís gloria los unos de los otros y no buscáis la gloria que viene sólo de Dios?» (Jn 5,44).
Cuando nos encontramos envueltos en pensamientos y aspiraciones de gloria humana, echamos en la mezcla de estos pensamientos, como una antorcha ardiente, la palabra que Jesús mismo utilizó y que nos dejó: «¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Ella tiene el poder casi sacramental de realizar lo que significa, de disipar dichos pensamientos.
La humildad es una lucha que dura toda la vida y se extiende a cada aspecto de la vida. El orgullo es capaz de alimentarse tanto del mal como del bien y sobrevivir, por lo tanto, en cualquier situación y en cualquier «clima». Más aún, a diferencia de lo que sucede con cualquier otro vicio, el bien, no el mal, es el caldo de cultivo preferido de este terrible «virus».
«La vanidad tiene raíces tan profundas en el corazón del hombre que un soldado, un siervo de milicias, un cocinero, un mozo de carga, se jacta y pretende tener sus admiradores y los mismos filósofos la quieren. Y aquellos que escriben en contra de la vanagloria aspiran al orgullo de haber escrito bien, y quienes los leen, al orgullo de haberlos leído; yo, que escribo esto, tengo quizá el mismo deseo y quizá también aquellos que me leen»⁵.
La vanagloria es capaz de transformar en acto de orgullo nuestro mismo tender a la humildad. Pero con la gracia, podemos salir vencedores también de esta terrible batalla. En efecto, si tu hombre viejo logra transformar en actos de orgullo tus mismos actos de humildad, tú, con la gracia, transforma en actos de humildad también tus actos de orgullo, al reconocerlos. Reconociendo, humildemente, que eres una nada soberbia. Así, Dios es glorificado también por nuestro propio orgullo.
En esta batalla Dios suele acudir en auxilio de los suyos con un remedio muy eficaz y singular. Escribe san Pablo: «Para que no me enorgulleciera por la grandeza de las revelaciones un enviado de Satanás me clavó una espina en la carne encargado de abofetearme: para que no caiga en soberbia» (2 Cor 12,7).
Para que el hombre «no se enorgullezca», Dios lo fija al suelo con una especie de ancla; le pone «pesos en los lomos» (cf. Sal 66,11). No sabemos qué era exactamente esta «espina en la carne» y este «enviado de Satanás» para Pablo, ¡pero sabemos bien qué es para nosotros! Todo el que quiere seguir al Señor y servir a la Iglesia la tiene. Son situaciones humillantes por las que uno es llamado constantemente, a veces de noche y de día, a la dura realidad de lo que somos. Puede ser un defecto, una enfermedad, una debilidad, una impotencia, que el Señor nos deja, a pesar de todas las súplicas. Una tentación persistente y humillante, ¡quizás justo una tentación de soberbia! Una persona con la que uno se ve obligado a vivir y que, a pesar de la rectitud de ambas partes, tiene el poder de poner al desnudo nuestra fragilidad, de destruir nuestra presunción.
A veces se trata de algo más pesado aún: son situaciones en las que el siervo de Dios está obligado a asistir impotente al fracaso de todos sus esfuerzos y a cosas demasiado más grandes que él, que le hacen palpar su impotencia frente al poder del mal y de las tinieblas. Sobre todo aquí aprende qué quiere decir «humillarse bajo la poderosa mano de Dios» (cf 1 Pe 5,6).
La humildad no es sólo importante para el progreso personal en la vía de la santidad; es esencial también para el buen funcionamiento de la vida de comunidad, para la edificación de la Iglesia. Yo digo que la humildad es el aislante en la vida de la Iglesia. El aislante es muy importante y vital para el progreso en el campo de la electricidad. En efecto, cuanto más alta y potente es la alta tensión y la corriente eléctrica que pasa a través de un cable, más resistente debe ser el aislante que impida que la corriente se descargue a tierra o provoque cortocircuitos. Al progreso en el ámbito de la electricidad debe corresponder un progreso análogo de la técnica del aislante. La humildad es, en la vida espiritual, el gran aislante que permite a la corriente divina de la gracia que pase a través de una persona sin disiparse o, peor aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad.

4. Humildad y nihilismo

Hemos intentado, en esta meditación, encerrarnos en la cárcel de nuestra nada. Sin embargo, antes de concluir nuestra reflexión, debemos señalar una cosa: que también el pensamiento filosófico contemporáneo ha intentado encerrar al hombre en la cárcel de su nada. Este es el sentido del nihilismo, común a tantas corrientes del pensamiento moderno. Una rápida comparación con él constituye una confirmación insospechada del hecho de que la humildad es verdad y que no se es «auténtico» si no se es humilde.
¿Cuál es —se preguntó un conocido pensador del siglo pasado— ese «núcleo sólido, seguro y infranqueable», al cual la conciencia llama al hombre y sobre el cual debe basarse su existencia, si quiere ser «auténtica»? Y la respuesta fue: ¡su nada! Todas las posibilidades humanas son, en realidad, imposibilidades. Cualquier intento de proyectarse y de elevarse es un salto que parte de la nada y termina en la nada. «La nulidad existencial no tiene en absoluto el carácter de la privación y la deficiencia respecto a un ideal proclamado y no alcanzado. Es el ser de este ente el que es nulo antecedentemente a todo lo que puede proyectar, y normalmente alcanzar, nulo ya como proyecto»⁶.
Existencia auténtica es, así, la que comprende la radical nulidad de la existencia y que sabe que «vive para la muerte». La única posibilidad que queda en el hombre es aceptar esta nada suya, resignándose y haciendo, como suele decirse dice, de la necesidad virtud. El pensamiento secular, que en una época solía reaccionar contra la predicación cristiana de la humildad, ha llegado pues, él mismo, a proponer una forma de humildad y de sobriedad no menos radical que la cristiana, aunque, a diferencia de ésta, sin camino de salida. No «virtudes», sino precisamente «necesidades».
También para la Escritura nosotros somos una nada, pero una nada amada por Dios, ¡y aquí está toda la diferencia! Más aún, cuanto más somos nada, vacíos de nosotros mismos, tanto más el amor de Dios encuentra espacio para llenarnos de su todo. También por el Evangelio, se ha visto que no tenemos, por nosotros mismos, ninguna «posibilidad», ni de pensar, ni de querer, ni de hacer: «Sin mí no podéis hacer nada», dice Jesús. Pero sabemos y experimentamos concretamente que, en la fe, Dios nos ofrece toda posibilidad, puesto que «todo es posible para quien cree» (Mc 9,23).
Terminamos con las palabras de un salmo que nos permite transformar en oración la exhortación que el Apóstol nos ha dirigido con su enseñanza sobre la humildad:
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre;
como un niño saciado
así está mi alma dentro de mí.
(Sal 130)
© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

¹ Santa Teresa de Jesús, Castillo interior, 6ª morada., cap. 10.
² El libro della B. Angela da Foligno, 737 [trad. esp. Santa Angela de Foligno, Libro de la vida: vivencia de Cristo (Sígueme, Salamanca 1991)].
³ Martín Lutero, Comentario al Magníficat, ed. Weimar VII, 555s [trad. esp. El Magnificat seguido de «Método sencillo de oración» (Sígueme, Salamanca 2017)].
⁴ Imitación de Cristo, II,2.
⁵ Blaise Pascal, Pensamientos, n. 150 Br.
⁶ Martin Heidegger, Essere e tempo, II, c. 2, par 58 (Longanesi, Milán 1976) 346 [trad. esp. Ser y tiempo (Trotta, Madrid 2009)].

Cuaresma 2018 – Segunda predicación cuaresmal Raniero Cantalamessa, ofmcap. El amor cristiano.

«La caridad no tenga ficciones»
El amor cristiano


1. En las fuentes de la santidad cristiana

Junto con la llamada universal a la santidad, el Concilio Vaticano II ha dado también indicaciones precisas sobre qué se entiende por santidad, en qué consiste. En la Lumen gentium se lee:
«El divino Maestro y Modelo de toda perfección, el Señor Jesús, predicó a todos y cada uno de sus discípulos, cualquiera que fuese su condición, la santidad de vida, de la que El es iniciador y consumador: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Envió a todos el Espíritu Santo para que los mueva interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (cf. Mt 12,30) y a amarse mutuamente como Cristo les amó (cf. Jn 13,34; 15,12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron» (LG 40).
Todo esto se resume en la fórmula: «La santidad es la perfecta unión con Cristo» (LG 50). Esta visión refleja la preocupación general del Concilio de volver a las fuentes bíblicas y patrísticas, superando, también en este campo, el planteamiento escolástico dominante durante siglos. Ahora se trata de tomar conciencia de esta visión renovada de la santidad y hacerla pasar a la práctica de la Iglesia, es decir, a la predicación, a la catequesis, a la formación espiritual de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa y —¿por qué no?— también a la visión teológica en la que se inspira la praxis de la Congregación de los Santos¹.
Una de las diferencias mayores entre la visión bíblica de la santidad y la de la escolástica está en el hecho de que las virtudes no se basan tanto en la «recta razón» (la recta ratio aristotélica), cuanto en el kerigma; ser santo no significa seguir la razón (¡a menudo implica al contrario!), sino seguir a Cristo. La santidad cristiana es esencialmente cristológica: consiste en la imitación de Cristo y, en su cumbre —como dice el Concilio— en la «perfecta unión con Cristo».
La síntesis bíblica más completa y más compacta de una santidad basada en el kerigma es la trazada por san Pablo en la parte parenética de la Carta a los Romanos (cap. 12-15). Al comienzo de ella, el Apóstol da una visión recopilatoria del camino de santificación del creyente, de su contenido esencial y de su objetivo:
«Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual. Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,1-2).
Hemos meditado la vez pasada en estos versículos. En las próximas meditaciones, partiendo de lo que sigue en el texto paulino y completándolo con lo que el Apóstol dice en otros lugares sobre el mismo tema, intentaremos poner de relieve los rasgos más destacados de la santidad, lo que hoy se llaman las «virtudes cristianas» y que el Nuevo Testamento define como los «frutos del Espíritu», las «obras de la luz», o también «los sentimientos que hubo en Cristo Jesús» (Flp 2,5).
A partir del capítulo 12 de la Carta a los Romanos se enumeran todas las principales virtudes cristianas, o frutos del Espíritu: el servicio, la caridad, la humildad, la obediencia, la pureza. No como virtudes que hay que cultivar por sí mismas, sino como necesarias consecuencias de la obra de Cristo y del bautismo. La sección comienza con una conjunción que, por sí sola, es un tratado: «Os exhorto, pues…». Ese «pues» significa que todo lo que el Apóstol diga desde este momento en adelante no es más que la consecuencia de lo que ha escrito en capítulos anteriores sobre la fe en Cristo y sobre la obra del Espíritu. Reflexionaremos sobre cuatro de estas virtudes: caridad, humildad, obediencia y pureza.

2. Un amor sincero

El ágape, o caridad cristiana, no es una de las virtudes, aunque fuera la primera; es la forma de todas las virtudes, aquella de la que «dependen toda la ley y los profetas» (Mt 22,34; Rom 13,10). Entre los frutos del Espíritu que el Apóstol enumera en Gál 5,22, encontramos en primer lugar el amor: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…». Y con él, coherentemente, comienza también la parénesis sobre las virtudes en la Carta a los Romanos. Todo el capítulo duodécimo es una sucesión de exhortaciones a la caridad:
«Que vuestro amor no sea fingido […];
amaos cordialmente unos a otros,
cada cual estime a los otros más que a sí mismo…» (Rm 12,9ss).
Para captar el alma que unifica todas estas recomendaciones, la idea de fondo, o, mejor dicho, el «sentimiento» que Pablo tiene de la caridad hay que partir de esa palabra inicial: «¡Que vuestro amor no sea fingido!». No es una de tantas exhortaciones, sino la matriz de la que derivan todas las demás. Contiene el secreto de la caridad.
El término original usado por san Pablo y que se traduce «sin fingimiento», es anhypòkritos, es decir, sin hipocresía. Este vocablo es una especie de luz-espía; es, efectivamente, un término raro que encontramos empleado, en el Nuevo Testamento, casi exclusivamente para definir el amor cristiano. La expresión «amor sincero» (anhypòkritos) vuelve de nuevo en 2 Cor 6, 6 y en 1 Pe 1, 22. Este último texto permite captar, con toda certeza, el significado del término en cuestión, porque lo explica con una perífrasis; el amor sincero —dice— consiste en amarse intensamente «de corazón».
San Pablo, pues, con esa simple afirmación: «¡Que vuestro amor no sea fingido!», lleva el discurso a la raíz misma de la caridad, al corazón. Lo que se requiere del amor es que sea verdadero, auténtico, no fingido. También en esto el Apóstol es el eco fiel del pensamiento de Jesús; en efecto, él había indicado, repetidamente y con fuerza, el corazón, como el «lugar» donde se decide el valor de lo que el hombre hace (Mt 15,19).
Podemos hablar de una intuición paulina, respecto a la caridad; ésta consiste en revelar, detrás del universo visible y exterior de la caridad, hecho de obras y de palabras, otro universo interior, que es, respecto del primero, lo que es el alma para el cuerpo. Encontramos esta intuición en el otro gran texto sobre la caridad, que es 1 Cor 13. Lo que san Pablo dice allí, mirándolo bien, se refiere todo a esta caridad interior, a las disposiciones y a los sentimientos de caridad: la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no se irrita, todo lo cubre, todo lo cree, todo lo espera… Nada que se refiera, en sí y directamente, al hacer el bien, o las obras de caridad, pero todo se reconduce a la raíz del querer bien. La benevolencia viene antes de la beneficencia.
Es el Apóstol mismo quien explicita la diferencia entre las dos esferas de la caridad, diciendo que el mayor acto de caridad exterior (el distribuir a los pobres todas las propias riquezas) no valdría para nada, sin la caridad interior (cf. 1 Cor 13,3). Sería lo opuesto de la caridad «sincera». La caridad hipócrita, en efecto, es precisamente la que hace el bien, sin quererlo, que muestra al exterior algo que no se corresponde con el corazón. En este caso, se tiene una apariencia de caridad, que puede, en última instancia, ocultar egoísmo, búsqueda de sí, instrumentalización del hermano, o incluso simple remordimiento de conciencia.
Sería un error fatal contraponer entre sí caridad del corazón y caridad de los hechos, o refugiarse en la caridad interior, para encontrar en ella una especie de coartada a la falta de caridad activa. Sabemos con cuanto vigor la palabra de Jesús (Mt 25), de Santiago (2,16 s) y de san Juan (1 Jn 3,18) impulsan a la caridad de los hechos. Sabemos de la importancia que san Pablo mismo daba a las colectas en favor de los pobres de Jerusalén.
Por lo demás, decir que, sin la caridad, «de nada me sirve» incluso el dar todo a los pobres, no significa decir que esto no sirve a nadie y que es inútil; significa, más bien, decir que no me sirve «a mí», mientras que puede beneficiar al pobre que lo recibe. No se trata, pues, de atenuar la importancia de las obras de caridad, sino de asegurarlas un fundamento seguro contra el egoísmo y sus infinitas astucias. San Pablo quiere que los cristianos estén «arraigados y fundados en la caridad» (Ef 3,17), es decir, que la caridad sea la raíz y el fundamento de todo.
Cuando amamos «desde el corazón», es el amor mismo de Dios «derramado en nuestro corazón por el Espíritu Santo» (Rom 5,5) el que pasa a través de nosotros. El actuar humano es verdaderamente deificado. Llegar a ser «partícipes de la naturaleza divina» (2 Pe 1,4) significa, en efecto, ser partícipes de la acción divina, la acción divina de amar, ¡desde el momento en que Dios es amor!
Nosotros amamos a los hombres no sólo porque Dios les ama, o porque él quiere que nosotros les amemos, sino porque, al darnos su Espíritu, él ha puesto en nuestros corazones su mismo amor hacia ellos. Así se explica por qué el Apóstol afirma inmediatamente después: «No tengáis ninguna deuda con nadie, si no la de un amor recíproco, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley» (Rom 13,8).
¿Por qué, nos preguntamos, una «deuda»? Porque hemos recibido una medida infinita de amor a distribuir a su tiempo entre los consiervos (cf. Lc 12,42; Mt 24,45 ss.). Si no lo hacemos defraudamos al hermano de algo que le es debido. El hermano que se presenta a tu puerta quizás te pide algo que no eres capaz de darle; pero si no puedes darle lo que te pide ten cuidado de no despedirlo sin lo que le debes, es decir, el amor.

3. Caridad con los de fuera

Después de habernos explicado en qué consiste la verdadera caridad cristiana, el Apóstol, a continuación de su parénesis, muestra cómo este «amor sincero» debe traducirse en acto en las situaciones de vida de la comunidad. Dos son las situaciones en las que el Apóstol se detiene: la primera, se refiere a las relaciones ad extra de la comunidad, es decir, con los de fuera; la segunda, las relaciones ad intra, entre los miembros de la misma comunidad. Escuchemos algunas recomendaciones que se refieren a la primera relación, con el mundo externo:
«Bendecid a los que os persiguen; bendecid, sí, no maldigáis […].Procurad lo bueno ante toda la gente; En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo. No os toméis la venganza por vuestra cuenta, queridos; dejad más bien lugar a la justicia […]. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber […]. No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rom 12,14- 21).
Nunca, como en este punto, la moral del Evangelio parece original y diferente de cualquier otro modelo ético, y nunca la parénesis apostólica parece más fiel y en continuidad con la del Evangelio. Lo que hace todo esto particularmente actual para nosotros es la situación y el contexto en el que esta exhortación se dirige a los creyentes. La comunidad cristiana de Roma es un cuerpo extraño en un organismo que —en la medida en que se da cuenta de su presencia— lo rechaza. Es una isla minúscula en el mar hostil de la sociedad pagana. En circunstancias como ésta sabemos lo fuerte que es la tentación de encerrarse en sí mismos, desarrollando el sentimiento elitista e irritable de una minoría de salvados en un mundo de perdidos. Con este sentimiento vivía, en aquel mismo momento histórico, la comunidad esenia de Qumrán.
La situación de la comunidad de Roma descrita por Pablo representa, en miniatura, la situación actual de toda la Iglesia. No hablo de las persecuciones y del martirio al que están expuestos nuestros hermanos de fe en tantas partes del mundo; hablo de la hostilidad, del rechazo y a menudo del profundo desprecio con que no sólo los cristianos, sino todos los creyentes en Dios son vistos en amplias capas de la sociedad, en general los más influyentes y que determinan el sentir común. Ellos son considerados, precisamente, cuerpos extraños en una sociedad evolucionada y emancipada.
La exhortación de Pablo no nos permite perdernos un solo instante en recriminaciones amargas y polémicas estériles. No se excluye naturalmente el dar razón de la esperanza que hay en nosotros «con dulzura y respeto», como recomendaba san Pedro (1 Pe 3,15-16). Se trata de entender cuál es la actitud del corazón que hay que cultivar en relación a una humanidad que, en su conjunto, rechaza a Cristo y vive en las tinieblas en lugar de la luz (cf. Jn 3,19). Dicha actitud es la de una profunda compasión y tristeza espiritual, la de amarlos y sufrir por ellos; hacerse cargo de ellos delante de Dios, como Jesús se hizo cargo de todos nosotros ante el Padre, y no dejar de llorar y rezar por el mundo.
Este es uno de los rasgos más bellos de la santidad de algunos monjes ortodoxos. Pienso en san Silvano del Monte Athos. Él decía:
«Hay hombres que auguran a sus enemigos y a los enemigos de la Iglesia la ruina y los tormentos del fuego de la condenación. Piensan de este modo, porque no fueron instruidos por el Espíritu Santo en el amor de Dios. En cambio, quien verdaderamente lo ha aprendido derrama lágrimas por el mundo entero. Tú dices: “Es malvado y que se queme en el fuego del infierno”. Pero yo te pregunto: “Si Dios te diera un buen lugar en el Paraíso y vieras arrojado en las llamas a quien tú se lo augurabas, quizás ni siquiera entonces te dolerías por él, quienquiera que fuera, aunque fuera enemigo de la Iglesia»².
En la época de este santo monje, los enemigos eran sobre todo los bolcheviques que perseguían a la Iglesia de su amada patria, Rusia. Hoy el frente se ha ampliado y no existe «telón de acero» al respecto. En la medida en que un cristiano descubre la belleza infinita, el amor y la humildad de Cristo, no puede prescindir de sentir una profunda compasión y sufrimiento por quien voluntariamente se priva del bien más grande de la vida. El amor se hace en él más fuerte que cualquier resentimiento. En una situación similar, Pablo llega a decir que está dispuesto a ser él mismo «anatema, separado de Cristo», si esto podía servir para que le aceptaran por los de su pueblo que permanecieron fuera (cf. Rom 9,3).

4. La caridad ad intra

El segundo gran campo de ejercicio de la caridad se refiere, se decía, a las relaciones dentro de la comunidad, en concreto, cómo gestionar los conflictos de opiniones que surgen entre sus diversos componentes. A este tema el Apóstol dedica todo el capítulo 14 de la Carta.
El conflicto entonces en curso en la comunidad romana estaba entre los que el Apóstol llama «los débiles» y los que llama «los fuertes», entre los cuales se pone a sí mismo («Nosotros que somos los fuertes…») (Rom 15,1). Los primeros eran aquellos que se sentían moralmente obligados a observar algunas prescripciones heredadas de la ley o por anteriores creencias paganas, como el no comer carne (en cuanto que existía la sospecha de que hubiera sido sacrificado a los ídolos) y el distinguir los días en prósperos y perniciosos. Los segundos, los fuertes, eran los que, en nombre de la libertad cristiana, habían superado esos tabúes y no distinguían un alimento de otro, o un día de otro. La conclusión del discurso (cf. Rom 15,7-12) nos hace comprender que en el trasfondo está el habitual problema de la relación entre creyentes provenientes del judaísmo y creyentes procedentes de los gentiles.
Las exigencias de la caridad que el Apóstol inculca en este caso nos interesan en grado sumo, porque son las mismas que se imponen en cualquier tipo de conflicto intraeclesial, incluidos los que vivimos hoy, tanto a nivel de la Iglesia universal como de la comunidad en que cada uno vive.
Los criterios que el Apóstol sugiere son tres. El primero es seguir la propia conciencia. Si uno está convencido en conciencia de cometer un pecado haciendo una cierta cosa, no debe hacerla. «De hecho, todo lo que no viene de la conciencia —escribe el Apóstol— es pecado» (Rom 14,23). El segundo criterio es respetar la conciencia ajena y abstenerse de juzgar al hermano:
«Pero tú, ¿por qué juzgas a tu hermano? Y tú, ¿por qué desprecias a tu hermano? […] Dejemos, pues, de juzgarnos unos a otros; cuidad más bien de no poner tropiezo o escándalo al hermano» (Rom 14,10.13).
El tercer criterio afecta principalmente a los «fuertes» y es evitar dar escándalo:
«Sé, y estoy convencido en el Señor Jesús —continúa el Apóstol—, que nada es impuro por sí mismo; lo es para aquel que considera que es impuro. Pero si un hermano sufre por causa de un alimento, tú no actúas ya conforme al amor: no destruyas con tu alimento a alguien por quien murió Cristo […] procuremos lo que favorece la paz y lo que contribuye a la edificación mutua» (Rom 14,14-19).
Sin embargo, todos estos criterios son particulares y relativos, respecto a otro que, en cambio, es universal y absoluto, el del señorío de Cristo. Escuchemos cómo lo formula el Apóstol:
«El que se preocupa de observar un día, se preocupa por causa del Señor; el que come, come por el Señor, pues da gracias a Dios; y el que no come, no come por el Señor y da gracias a Dios. Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor. Pues para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de muertos y vivos» (Rom 14, 6-9).
Cada uno es invitado a examinarse a sí mismo para ver qué hay en el fondo de su elección: si existe el señorío de Cristo, su gloria, su interés, o en cambio no, más o menos larvadamente, su afirmación, el propio «yo» y su poder; si su elección es de naturaleza verdaderamente espiritual y evangélica, o si depende en cambio de la propia inclinación psicológica, o, peor aún, de la propia opción política. Esto vale en uno y otro sentido, es decir, tanto para los llamados fuertes como para los llamados débiles; hoy diríamos que tanto para quien está de parte de la libertad y la novedad del Espíritu, como para quien está de parte de la continuidad y la tradición.
Hay una cosa que se debe tener en cuenta para no ver, en la actitud de Pablo sobre este tema, una cierta incoherencia respecto a su enseñanza anterior. En la Carta a los Gálatas él parece bastante menos disponible al compromiso y en ocasiones incluso enfadado. (Si hubiera tenido que pasar por el proceso de canonización hoy, Pablo difícilmente habría llegado a ser santo: ¡habría sido difícil demostrar la «heroicidad» de su paciencia! Él, a veces «estalla», pero podía decir: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» [Gal 2,20], y ésta, se ha visto, es la esencia de la santidad cristiana).
En la Carta a los Gálatas Pablo reprocha a Pedro lo que aquí parece recomendar a todos, es decir, que se abstengan de mostrar la propia convicción para no dar escándalo a los simples. Pedro en efecto, en Antioquía, estaba convencido de que comer con los gentiles no contaminaba a un judío (¡ya había estado en casa de Cornelio!), pero se abstiene de hacerlo para no dar escándalo a los judíos presentes (cf. Gál 2,11-14). Pablo mismo, en otras circunstancias, actuará del mismo modo (cf. Hch 16,3; 1 Cor 8,13).
La explicación no está, por supuesto, sólo en el temperamento de Pablo. Sobre todo, el juicio en Antioquía esta mucho más claramente vinculado a lo esencial de la fe y la libertad del Evangelio de lo que parece que se tratara en Roma. En segundo lugar —y es el principal motivo— Pablo habla a los gálatas como fundador de la Iglesia, con la autoridad y la responsabilidad del pastor; a los romanos les habla  a título de maestro y hermano en la fe: para contribuir, dice, a la común edificación (cf. Rom 1,11-12). Hay diferencia entre el papel del pastor al que se debe obediencia y el del maestro al que sólo se le deben respeto y escucha.
Esto nos hace comprender que a los criterios de discernimiento mencionados se debe añadir otro, es decir, el criterio de la autoridad y de la obediencia. De obediencia, el Apóstol nos hablará, oportunamente, en una de las sucesivas meditaciones con las conocidas palabras: «Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la condena sobre sí» (Rom 13,1-2).
Entretanto escuchemos como dirigida a la Iglesia de hoy la exhortación final que el Apóstol dirigió a la comunidad de entonces: «Acogeos mutuamente, como Cristo os acogió para gloria de Dios» (Rom 15,7).
© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

¹ Cf. Le cause dei santi. Sussidio per lo Studium, (Ed. Congregación de las Causas de los Santos) (Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 32014) 13-81.
²Archimandrita Sofronio, Silvano del Monte Athos. La vita, la dottrina, gli scritti (Turín 1978) 255s.