Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? La Palabra de Dios que proclamamos hoy nos lanza esta tremenda pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo? ¿Y tú? ¿Quién es Jesús para ti? Esta pregunta no es un sondeo de opinión, no es simple curiosidad o estadística. Es una interpelación, una pregunta que exige respuesta. Jesús te repite hoy: ¿quién soy yo para ti? ¿Qué “pinto” en tu vida? La Palabra de Dios te invita hoy a la confesión de fe. Te invita a no quedarte en especulaciones humanas, sino a confesar que Jesucristo es el Mesías, el Salvador, el único Señor y el único Maestro. Pero la confesión de fe no consiste sólo en palabras. La confesión de fe pide hechos: pide seguir a Jesús, seguimiento radical y compromiso evangélico, cargar con la cruz y “perder” la vida para salvarla. Seguir a Jesucristo significa darte cuenta de que tener fe es mucho más que tener cuatro ideas en la cabeza. Tener fe es estar enamorados de Jesucristo, es vivir una vida de amistad y de comunión con Él. Seguir a Jesús no es sólo imitar sus cualidades, sino buscar una unión personal con Él, escuchar su voz, caminar con Él. Es seguir sus pasos, recorrer el camino que Él ha marcado. Es no conformarse con un cumplimiento pasivo de los mandamientos, sino tratar de vivir cada día más unido a Él, más lleno de Él. Para ello, has de empezar por negarte a ti mismo descubriendo que la fuente de tu actuar no está en tus gustos y apetencias, sino en la voluntad de Dios, descubriendo que serás plenamente feliz en la medida en que seas fiel a la voluntad de Dios. ¡Atrévete a cargar con la cruz y seguir a Jesús! Te costará, pero ¡no te arrepentirás! El Maestro te llama, ¡escúchale, ámale, síguele! No tengas miedo en seguir a Jesucristo. Él te ama más que nadie. Y el camino que te marque será siempre el mejor para tu vida. No por casualidad el Señor dice a sus discípulos: el Hijo del hombre debe ir a Jerusalén para sufrir; por eso, quien quiera ser mi discípulo, debe tomar su cruz sobre sus hombros y así seguirme. En realidad, nosotros somos siempre, un poco, como san Pedro, el cual dijo al Señor: No, Señor, este no puede ser tu caso, tú no debes sufrir. Nosotros no queremos llevar la cruz. Queremos crear un reino más humano, más hermoso en la tierra. Eso es un gran error. El Señor lo enseña. Pero Pedro necesitó mucho tiempo, tal vez toda su vida, para entenderlo. Porque la leyenda del Quo vadis? encierra una gran verdad: aprender que precisamente llevar la cruz del Señor es el modo de dar fruto. Así pues, yo diría que antes de hablar a los demás, nosotros mismos debemos comprender el misterio de la cruz. Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Quien quiere afirmar o quien promete sólo una vida alegre y cómoda, miente, porque esta no es la verdad del hombre. La consecuencia es que luego se debe huir a paraísos falsos. Precisamente así no se llega a la alegría, sino a la autodestrucción. Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado (cf. Benedicto XVI, Encuentro con los seminaristas de Roma, 16-II-2007). No tengas miedo a renunciar a lo que te exija. Descansa en Él, confía en Él. Encontrarás la paz, la felicidad -con la cruz- y, al final, la vida eterna. ¿Cómo está tu vida? ¿Ocupa Jesucristo el centro de tu corazón y de tu vida? ¿Estás siguiendo en todo a Jesucristo? ¿Qué te falta cambiar para ser un buen cristiano? ¡Anímate! ¡Decídete! ¡Ábrete al amor de Dios! ¡Déjate amar por Él y... ámale con todas tus fuerzas, síguele incondicionalmente y... encontrarás la felicidad y la vida eterna!
Compromiso semanal ¿Quién es Jesucristo para ti? ¿Qué “pinta” en tu vida? ¡Medítalo! Revisa como está tu testimonio de Jesucristo. La Palabra del Señor, luz para cada día 1ª lectura: Zacarías, 12, 10-11. Me mirarán aquí a quien traspasaron. La gracia de Dios y su clemencia conmueven el corazón del hombre y le llevan al arrepentimiento. El hombre comprende que Dios no merece el odio ni el desprecio. Y llora por no haberse dado cuenta antes, como se llora, sin remedio, por un hijo al que se ha perdido. San Juan aplica estas palabras proféticas a Jesús clavado en la cruz, y el libro del Apocalipsis las aplica también al Jesús glorioso que vendrá sobre las nubes. La fe descubre en Jesús al Señor que nos salva. Puedes leer Juan 19, 31-37 y Colosenses 1, 15-20. Salmo 62, 2-9. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío. Del que traspasaron brotó sangre y agua: sangre del sacrificio y agua de vida y de gracia. Al caer sobre nosotros esa agua fecunda, sentimos primero nuestra aridez, se exacerba nuestra sed de Dios; pues sentimos una corriente de vida, mejor que lo que comúnmente llamamos vida: es la gracia de estar unidos a Dios y recibir su espíritu. Entonces, saciados por dentro, cantamos dando gracias por la gracia, acercándonos al banquete que nos da más vida y más ansia de Dios. 2ª lectura: Gálatas 3, 26-29. Si sois de Cristo, sois herederos de la promesa. Revestirse de Cristo implica la idea de que Cristo es como un vestido celeste dispuesto para todos, y “ponérselo” quiere decir la común participación de los cristianos en el ser mismo de Cristo. Esta se lleva a cabo al nacer por el bautismo, en todos y en cada uno de ellos, el nuevo yo, Cristo, el hombre interior. En virtud de esta inclusión en Cristo, las diferencias históricas y naturales del mundo viejo pierden su vigencia definitiva. Están para pasar y no pueden ser ya motivo de separación entre los hombres. Todos los bautizados, judíos y gentiles, son uno en Cristo Jesús, son Cristo mismo. Todos en conjunto son Cristo y cada uno de ellos es Cristo para el hermano. Esta pertenencia del bautizado a Cristo no es sólo de orden moral. Está fundada en la común participación en el Espíritu de Cristo a través de la celebración del bautismo en la Iglesia. Evangelio: Lucas 9, 18-24. Tú eres el Mesías de Dios. Lucas une el reconocimiento de la divinidad de Jesucristo por Pedro con el anuncio de la Pasión del Señor y la exigencia de la abnegación y la cruz para seguirle. Reconocer que Jesús es el “Cristo de Dios” equivale a reconocerlo como encarnación del amor del Padre. La unión de este reconocimiento con la Pasión demuestra que la Muerte-Resurrección de Cristo es el acto supremo manifestativo del amor al Padre y a los hombres. A los hombres les queda abierto el camino para llegar al Padre y manifestarlo: el camino de la cruz. Esta característica hace que los sufrimientos cristianos sean sufrimientos con Cristo y lleven a la glorificación, a una transformación por la participación de la misma vida de Jesús. |