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17 agosto 2010

Alegría contemplativa.

Alegría contemplativa

Existe el estereotipo de monja contemplativa como un ser apocado, retraído, absorto, alejado de la realidad, y por ende… triste.
Os comento mi punto de vista y mi experiencia. La persona que hace una auténtica opción por la vida contemplativa, no es una persona que huye del mundo, no es alguien que ha sufrido desengaños en determinados ámbitos de la vida (sin duda que entre monjes/monjas hay personas con esas vivencias, pero como en cualquier otro estado social, ni más ni menos), no es una persona frustrada, sino que es alguien que ha descubierto después de un proceso de discernimiento, la llamada del Señor a la vida religiosa en el claustro y que de forma valiente (a la vez que temerosa), responde con un SÍ. Por tanto, no cabe un sí triste, sino un sí rebosante de alegría, de esperanza en que esa vida que se entrega de forma radical, es el proyecto personal de felicidad que esa persona realiza de forma plena en la vida monástica.
Muchas personas cuando se relacionan con nosotras ven nuestra naturaleza humana. Me explico. Apartan esa idea de mujeres entristecidas por la vida y que han decidido apartarse de la sociedad en un monasterio. A la vez, otras personas comentan la felicidad que reflejan nuestros rostros. Nada es forzado ni antinatural, os lo aseguro. Todo responde a la gratitud de vida que el Señor nos regala en la vida contemplativa. Esa alegría es una alegría serena, madura, estable, no responde a momentos fugaces o a circunstancias concretas, sino que forma parte de nuestra naturaleza transformada a través del sí a esa llamada del Señor.
Nuestra vida comunitaria posee además de las características espirituales propias, un componente muy fuerte de vida fraterna. Las monjas hemos de vivir no sólo en Dios, sino “en” la Comunidad; en ella y con ella, tiene lugar nuestro caminar hacia el Señor. Ese camino, no está exento de las dificultades que cualquier relación humana pueda tener, pero sin duda es un camino en el que aflora nuestra alegría personal del encuentro diario con el Señor. Pero no es una alegría egoísta, sino que fructifica y crece en clima comunitario, marcando nuestra jornada monástica.
No quiero confundiros y quiero matizaros esa alegría contemplativa de la que hablo. Tal vez hemos banalizado ese concepto de alegría en esta sociedad que frivoliza y oculta las grandezas de la vida, en lo banal, en lo superfluo, en lo chistoso y a veces, en lo grotesco (dice S. Benito en su Regla, “el necio en la risa levanta su voz”). Nuestro concepto de la alegría que experimentamos en la vida religiosa es muy distinto.
Nuestra alegría procede de la fuente inagotable de la gracia del Señor. Por tanto, no responde a los patrones y parámetros que marca una sociedad que devalúa valores e incluso la misma dignidad humana en aras de otros intereses. Nuestra alegría se solapa con la esperanza, y de ellas emanan una serenidad confiada que nos hace abandonarnos en los brazos del Señor, es una confianza absoluta y total en el Padre. No implica ello, que relativicemos e incluso obviemos los problemas de nuestro entorno más o menos cercano (nuestra oración personal y comunitaria tiene muy presente las necesidades de los hermanos, sus problemas…). En absoluto es así. Inclusive tenemos las preocupaciones que de una vida humana se pueden derivar. Pero ante esas dificultades, miramos la Cruz y todo se transforma en confianza y abandono en el Señor (no en dejadez, no confundamos). Esa capacidad de transformación, es lo que nos hace estar alegres (confiadas en el Señor y en su Voluntad).
Esa confianza y abandono, produce un estado de alegría personal y comunitaria que nos lleva a ver no una realidad distinta a las de los demás hermanos, sino a verlo todo a los ojos del Evangelio. Esa alegría es inherente a la vida monástica. Hace años me llamó la atención una frase de un sacerdote amigo, muy simple pero a la vez muy profunda, “a la luz del Evangelio, los problemas no desaparecen, se perciben de otra forma”.
Queridos hermanos y hermanas, sois muchos los que nos comentáis la felicidad que refleja nuestros rostros. Os aseguro que nada procede por sí mismo de nosotras. Nuestra alegría es una “alegría contemplativa”, una alegría “orante”, una alegría que procede de la dicha que produce nuestra entrega y abandono en el Señor.
Quiero aclararos que esta alegría no es de exclusividad de la vida religiosa. Para nada. Muchos hermanos saborean esa alegría en sus ocupaciones, en su familia, en sus relaciones sociales… y son un verdadero ejemplo de seguimiento del Señor.
Perdonad mi torpeza para explicaros esta “alegría contemplativa”. Simplemente quería hacerme eco de muchos de vuestros comentarios sobre la “felicidad que reflejan nuestros rostros”.
Que Jesús y María os acompañen en vuestro caminar.

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