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24 abril 2009

Carmen Hernandez




El alma de `los kikos´

El Camino Neocatecumenal es ya el movimiento más potente dentro de la Iglesia católica en España. Son casi un millón y medio de hermanos, de `kikos´ como se los conoce. Los iniciadores fueron Kiko Argüello y una mujer, Carmen Hernández, de la que apenas se sabe. Hasta ahora. Por primera vez se publica en nuestro país la vida de esta soriana, auténtico cerebro en la sombra de la organización. Su autora, Virginia Drake, estuvo más de un año recorriendo el Camino.

Faltaban unos minutos para las 11 de la mañana del 13 de junio de 2008 y brillaba un Sol espléndido en Roma. El presidente Bush paseaba por los jardines del Vaticano con el Papa. A no mucha distancia, en el Trastevere, en el patio del palacio del Pontificio Consejo para los Laicos, una mujer de 76 años apuraba el penúltimo cigarrillo. Junto con ella, Kiko Argüello, el padre Mario Pezzi y media docena de catequistas itinerantes.

–¿Qué hace ésta aquí? ¡Fuera! No queremos periodistas ¡Fuera! –bufó, nada más verme.
Acababa de conocer a Carmen Hernández, iniciadora junto con Kiko, del Camino Neocatecumenal en los años 60 y cuyos estatutos definitivos, aprobados meses antes por la Santa Sede, iban a ser entregados ese mismo día por el cardenal Stanislaw Rylko. De nada sirvió que Kiko mediase en mi favor y le explicase que estaba escribiendo un libro sobre el Camino.
–El Camino no necesita que ningún periodista se forre a costa de contar mentiras sobre nosotros.
Kiko insistía intentando rebajar el tono: «Esta criatura de Dios me puso una pistola en la cabeza y me dijo que lo iba a escribir con o sin nuestra ayuda y pensé que era mejor XLSemanal revista online de actualidad, que conociese el Camino por dentro antes de hablar».

–Pues mira, ¡qué ocasión desperdiciada de que te pegaran un tiro! –remató Carmen.

Así es Carmen Hernández: seca, rotunda y sin contemplaciones. Esta soriana de Ólvega, criada en Tudela (Navarra), puede ser la mujer más desagradable del mundo, pero lo que es innegable es que es el `cerebro´ o, mejor, el `alma´ de la realidad eclesial (se niegan a definirse como movimiento u organización) más potente dentro de la Iglesia católica en los últimos 40 años: casi un millón doscientos mil hermanos siguen el Camino y, de ellos, en torno a 300.000 lo recorren en España (el Opus Dei, por ejemplo, cuenta con 87.000 miembros en el mundo; 36.000 en nuestro país).

Carmen no soporta el protagonismo de Kiko en los actos públicos: «Los estatutos son un rollo –dijo unas horas después, en la única rueda de prensa convocada por el Camino Neocatecumenal–. Lo importante son la Iglesia y el Concilio, no Kiko, que os ha convocado aquí para que lo saquéis mañana en los periódicos».

Pese a que muchos se refieren a los seguidores del Camino como ‘los kikos’, lo cierto es que nunca hubiera existido esta realidad eclesial sin la labor de Carmen Hernández. Es ella quien traza teológicamente las coordenadas del Camino.

Es ya un clásico que cada vez que Kiko Argüello participa en un acto público comience su alocución hablando de los inicios del Camino en la década de los 60, en las barracas de Palomeras Altas, en Vallecas (Madrid), donde vivió unos años rodeado de quinquis, gitanos y prostitutas, a los que predicaba el Evangelio sin más recursos que una Biblia y una guitarra, hasta que el arzobispo de Madrid, monseñor Casimirio Morcillo, lo animó a formar comunidades dentro de las parroquias, sometiéndolas a la autoridad del párroco. Y no es menos habitual que, cuando esto ocurre, Carmen lo interrumpa para decir que el Camino no son las «chabolitas» de Kiko en Palomeras:

«Este reino no es el kikiano, caro Kiko. No somos ni tú ni yo, sino Dios, quien está actuando a través de Pedro. Kiko y yo pasaremos, como todo pasa, como todas las congregaciones pasan, pero la Iglesia no. El peligro verdadero para mí es Kiko Argüello.

No queremos morir ‘kikos’.»

Desde que se conocieron, Carmen y Kiko no han dejado de discutir, en privado y en público: «Carmen y yo siempre estamos en combate» –me reconoce Kiko con una sonrisa–. A primera vista, se diría que no tienen nada que ver el uno con el otro, por lo que a veces resulta complicado entender la sintonía que los unió y los llevó a iniciar juntos el Camino. Kiko, ocho años más joven que ella, ligado al arte (es el autor de las pinturas que decoran la catedral de la Almudena de Madrid), es creativo, carismático y con facilidad de palabra; ella es mucho más sobria, menos sociable y con una mayor formación intelectual. Es licenciada en Química y Teología.

Sobre la relación entre ellos, ambos laicos y solteros, y sin relaciones sentimentales, Kiko aclara: «Carmen y yo no estamos casados, ni somos novios ni hemos tenido ningún afecto de ese tipo. Somos compañeros de evangelización. Dios nos ha unido para una misión, me guste o no me guste. Por eso comprendo a los matrimonios, porque lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Y cuando a Carmen no hay quien la soporte, me digo: `Señor, Señor, tengo que morir a mí mismo´. Y cuando a mí no hay quien me soporte, porque yo también soy insoportable –soy vanidoso, soy un artista– es cuando comprendo mejor que el pobre padre Mario [Pezzi, otro de los responsables del Camino] es un santo, porque nos tiene que soportar a Carmen y a mí juntos».

Es pues, una «misión» la que los ha unido, la que hizo posible que se conociesen a mediados de los años 60 cuando, después de un complicado periplo vital y viajero.

Carmen, una joven con tremenda vocación evangelizadora, recaló en Madrid en casa de una de sus hermanas que era amiga de Kiko. «Madrid era el último lugar del mundo al que yo hubiera querido regresar, pero está claro que Dios me cerró todos los pasos para hacer posible el encuentro con Kiko. Mi hermana tenía un cuadro suyo en frente de su cama, La faz de Jesucristo. Ese rostro me gustaba muchísimo. Mi hermana me decía: `He conocido a un mesiánico como tú. Lo tienes que conocer´. Así que un día quedamos en Cibeles. Él se retrasó media hora y al final, cuando tenía que irse, me pidió que le diera mil pesetas, el dinero para el taxi, dijo. Éste fue mi primer encuentro con Kiko», recuerda Carmen. En otra ocasión coincidieron en la casa en la que Kiko vivía con sus padres: «Yo venía de sufrimientos enormes y él estaba allí tocando la guitarra,

comiéndose un pollo y coqueteando con una sueca. En fin, que pensé: `¡Es un crío!´ y no le hice caso». Un año más tarde se volvieron a ver en un bar de Palomeras. «Kiko, entonces, me contó sus visiones, que la Virgen le había dicho aquello de formar pequeñas comunidades como la Familia de Nazaret. Yo pensé: `Este crío que parece tan moderno es un beato´.» A carmen, que representaba la parte más ‘progresista’ de la Iglesia al respaldar en aquellos años el Concilio Vaticano II, Kiko le pareció «un rancio», pero cuando él mencionó lo de mandar itinerantes a otros países, le empezó a interesar el discurso.

«Yo ya había hecho eso con los jesuitas, cuando íbamos de dos en dos, sin dinero… Y pensaba: ‘Yo quiero una misión de evangelización y Kiko quiere hacer comunidades. Esto puede funcionar’.» Así es como, en 1967, Carmen y Kiko empiezan a impartir catequesis en el cinturón más deprimido de la ciudad. Con todo, la pareja no habría sobrevivido sin un mediador: el arzobispo de Madrid, monseñor Casimiro Morcillo. Él fue clave porque los invitó a dar sus catequesis en las parroquias y a celebrar la eucaristía, prácticamente a puerta cerrada, para no escandalizar a los conservadores con una liturgia salpicada de cantos e intervenciones de los hermanos, que comulgaban sentados en torno a una mesa, fabricaban ellos el pan ácimo (sin levadura), cantaban y bailaban en las celebraciones…

Pero, pese al apoyo del arzobispo, en Madrid los neocatecumenales no consiguen ser bien recibidos en casi ninguna parroquia y sus grupos no arraigan. Será en Zamora donde el párroco de San Frontis invite a Kiko y Carmen a catequizar y donde nazca la primera Comunidad Neocatecumental propiamente dicha. Hoy, sus 16.700 comunidades (de entre 30 y 60 hermanos cada una) están presentes en 120 países, al abrigo de 6.000 parroquias en 900 diócesis de los cinco continentes.

Carmen Hernández proviene de una familia numerosa y burguesa de la provincia de Soria. Los Hernández se trasladaron a Madrid en el año 45 y las hijas más pequeñas terminaron el bachillerato en el colegio Jesús María, en el barrio de Salamanca. Allí, Carmen destacó porque sacaba matrículas de honor en todas las asignaturas. De su curso, la mitad de las alumnas se hicieron monjas, pero Carmen no apuntaba exactamente en ese camino. «Yo sólo tenía una idea en la cabeza: ser misionera.»

Carmen recuerda que las monjas le prometieron llevarla a la India, pero que, con 15 años, su padre se negó. La formación religiosa de Carmen es jesuítica, al contrario que la de Kiko, formado

entre dominicos. «El colegio de monjas estaba al lado del de los jesuitas. Dios puso en mi camino al padre Sánchez, un jesuita extremeño que me dio a conocer el libro del padre Lapuente, quien es un clásico para la meditación y me introdujo en la oración.»

Carmen insistía en irse a las misiones. Al acabar el bachillerato, con 17 años, hizo otro intento, que impidió de nuevo su padre. «Así que empecé una carrera universitaria. Mi padre, que había sido ganadero y había dejado todo por la industria, tenía planes ‘industriales’ para mis hermanos y para mí. A unos nos hacía químicos; a otros, físicos; a otros, ingenieros; y a otros, economistas. Él tenía ya su torre montada.»

A los 21 años se licenció en Químicas, pero un día, mientras estaba acompañando a su padre en una de sus fábricas en Andújar, se escapó. Su padre la siguió hasta Madrid, pero cuando él llegó, ella ya estaba en el pueblo navarro de Javier. «Había nacido entonces una cosa nueva, el Instituto de las Misioneras en Cristo e ingresé con ellas. Me pusieron a estudiar Teología y a trabajar en las tareas domésticas. Estuve un año entero lavando ropa a mano. Yo he lavado sábanas a montones.» Una aparición del señor. Y entonces, cuenta Carmen, se produjo su particular `revelación´ o, en sus palabras, la `kenosis´. Fue durante unos ejercicios espirituales en la casa de Javier. Se acostó reflexionando sobre la negación de Pedro a Jesucristo. «Y el Señor, a través de una visión, de un sueño fantasioso o como prefiráis llamarlo, me hizo una aparición y me dijo: `Tú sígueme´. `¡Pues te sigo!´, le dije. Entonces salí por la ventana y empecé un descendimiento. Viví una sensación parecida a la de caerte en el vacío sin paracaídas. Y Jesucristo me decía: `¿Pero no decías que me querías seguir?´. Y yo le contestaba: `Sí, sí´. Entonces noté cómo, cuando aceptas seguirlo, empieza un cambio radical, empieza un ascenso. Yo soy muy devota de la Ascensión porque la he vivido en mi propia carne. Entrar en una ascensión no tiene comparación con ningún goce sexual; es algo que sabe a eternidad; es entrar en Dios. Yo lo único que podía decir en ese momento era: `¡Basta, Señor, basta!´.» Así, Carmen confirmó que estaba llamada para una misión evangelizadora. Su tan deseado viaje a la India iba a producirse por fin, pero los misioneros de Javier la enviaron primero a Londres para que se preparase en el idioma y en la vida en el exterior. Allí vivió los años 60 y 61 y, cuando ya estaba en el avión que debía llevarla a la India, «de repente, misteriosamente, por designio de Dios, en vez de llevarme a la India, un aterrizaje forzoso me llevó a Barcelona, donde acabé viviendo una temporada». No queda claro por qué no cogió otro avión para su destino, pero lo cierto es que se quedó allí con las monjas Misioneras de Cristo. En Barcelona, según cuenta, trabajó en diferentes fábricas en un momento de intenso debate en el seno de la Iglesia. «Las monjas tuvieron una lucha interna enorme entre el conservadurismo y el aperturismo. Pero lo que hicieron fue introducir nuevas reglas. No entendían a nuestra generación y nos empezaron a echar: una, dos, tres… y la cuarta fui yo.» La expulsión, lejos de decepcionarla, la animó. Carmen conoció al padre Farnés, que venía del Instituto Litúrgico de París y dominaba la renovación teológica del Concilio Vaticano II: «En el Getsemaní de mi vida, Dios me puso un ángel».

El Concilio Vaticano II, las normas litúrgicas y de comportamiento de los fieles católicos, fue aprobado por Pablo VI en 1965 y Carmen estaba decidida a que hasta el último fiel se enterase de ello. Así hizo el guión de las catequesis del Camino. Más de 40 años después, Carmen vive en Roma, en uno de los pisos que la Santa Sede cede a los fundadores de los movimientos católicos y ha conseguido el reconocimiento para su `organización´ del Papa Juan Pablo II, primero, y de Benedicto XVI, ahora, contra la opinión de no pocos obispos y cardenales. Es llamativo y sin duda un mérito que con sus escasas dotes diplomáticas haya logrado moverse con tanta habilidad en el Vaticano. Su brusco carácter la ha llevado a corregir en público incluso al mismísimo Papa: en cierta ocasión, Juan Pablo II, al referirse en un acto al Camino, utilizó la palabra ‘movimiento’.

Carmen saltó como un resorte y se atrevió a interrumpirlo:
–Santo Padre, no es un movimiento –le dijo.

El Papa aceptó la apreciación de Carmen y prosiguió. Poco después, Juan Pablo II volvió a referirse al Camino como un ‘movimiento’. Carmen de nuevo lo interrumpió e insistió en su aclaración:

–A ver, Carmen, en el Camino Neocatecumenal andáis, ¿verdad? –inquirió, firme, el Papa–. Pues si andáis, os movéis; y si os movéis, sois un movimiento.

Virginia Drake

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